Digitalización a lomo de caballo

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Si hacia finales del siglo XX la pésima calidad del aire resultaba alarmante para las grandes urbes del planeta, cien años antes, lo irrespirable de su aire, entre hedores y bacterias, ya las distinguía; la causa: los caballos.

Se calcula, por ejemplo, que en los años previos a 1900, sólo en Nueva York, el número de caballos pudo rondar los 200 mil animales. Y así en todas y cada una de las ciudades que apuntaban, desde entonces, para ser las grandes urbes del siglo por venir.

El problema, claro, no eran los caballos en sí mismos. Aun y con las dificultades que su temperamento causaba, ataques de miedo, colapsos en la vía pública, lo verdaderamente incontrolable resultó qué hacer con sus excrementos.

Un sólo caballo puede producir, más o menos, entre 10 y 15 kilos de excremento al día. Si hace un cálculo rápido, como invita en una columna que dedica a esta historia, Águeda García de Durango, cada día los neoyorquinos del entre siglo debieron hacerse cargo de algo así como “entre uno y dos millones de kilos de excrementos equinos diarios, más un litro de orina de cada animal, por lo menos”.

Frente a este escenario dantesco de calles inundadas de excremento y fetidez, con atropellamientos por doquier y un caos incontrolable, la solución, por paradójico que parezca, fueron los automotores.

Caballo siglo XIX.
Imagen: Pinterest.

Lo que en Madrid llamaron los autotaxis, comenzaron a circular –a modo de prueba– en marzo de 1909; mientras que la misma Nueva York y Buenos Aires, en América, se habían adelantado construyendo los primeros sistemas de Metro en el continente.

En el caso de México, se tiene registro de la huelga de tranviarios de 1916, lo que dio lugar a que viejos modelos Ford, llamados por entonces, fontingos, hicieran las veces de los primeros taxis, y a la vez colectivos, en la historia de la urbe.

Y si bien el primer auto llegó desde 1903, y la ciudad contaba con un reglamento de tránsito en forma desde 1830, no sería sino hasta 1910, que Porfirio Díaz expidió la primera normatividad teniendo al automotor en mente.

En 1919, mientras tanto, en Madrid había aún 5,000 cocheros que defendían la denominación de su oficio, frente a la emergencia de los conductores de autos, llamados chauffeurs, a quienes vieron como sus enemigos y una competencia desleal intolerable.

El desplazamiento de los vehículos de tracción animal, por automotores, dio al traste con un oficio ejercido por generaciones y generaciones, el de cochero, y dio origen a un nuevo tipo de empleo: el chofer de auto, incluida la modalidad de taxista.

Nuevas ideas, nuevos objetos, nuevas prácticas sociales. Como ocurre siempre con el tiempo, la transformación fue inexorable y definitiva, como lo sabemos.

Autos Ford.
Fotografía: seriouswheels.com.

Justo un año antes de terminar la primera década del siglo XXI, una idea se materializaba en una empresa que tenía, como soporte principal, no la propiedad de los bienes sobre los que basaba su servicio, sino una modificación radical en las interacciones entre los participantes.

Convertida hoy en un emblema de los nuevos tiempos, Uber, y las empresas del mismo tipo que le siguieron, son la cara palpable del hondo cambio en las mentalidades que el advenimiento de lo digital ha traído consigo.

La historia la conocemos. Su expansión fue tan rápida y su adopción por parte de grandes sectores sociales, que a prácticamente todas las autoridades del mundo, las tomó por sorpresa.

Tres características convergen en los lugares donde la sacudida ha sido mayor: pésimo servicio; control corporativo de choferes; gobiernos que se sirven del control corporativo.

Al igual que los cocheros de caballos de los albores del siglo XX, los choferes de taxis de este siglo XXI, han culpado a la tecnología del alto pago que hoy les cobran los mismos usuarios que han maltratado por años.

Frente a los gobiernos locales, las corporaciones han ejercido presión y lo seguirán haciendo.

El deber de todo gobierno es regular, y hacerlo por el bien de la calidad de los servicios que recibe (y merece) la ciudadanía. En palabras de Vanberg, crear “un sistema complejo y estable de reglas generales que especifiquen las condiciones que debe satisfacer cualquiera que desempeñe una actividad”.

Modernización de transporte.
Imagen: Lafuente Abogados.

Lo contrario, es intervenir. Dictar de modo arbitrario órdenes y prohibiciones específicas para obstaculizar a unos y proteger a los afines.

Es cierto que mientras más politizada se halle la autoridad, mayor es el riesgo de que intente en contra del interés de los ciudadanos, una digitalización a lomo de caballo.

Difícil se mira, sin embargo, tal propósito. La transformación en las prácticas sociales son los verdaderos cambios de época. Las aplicaciones han llegado para quedarse; sin duda.

Y lo harán porque no es la tecnología que cada plataforma en sí representa, lo que las ha llevado al éxito, sino la manera en que representan la noción básica de ciudadanía: decidir.

Las plataformas, en ese sentido, antes que triunfos tecnológicos, constituyen representaciones de este nuevo universo de ideas y formas de estar del mundo.

Y en ese camino, así lo enseña la historia: no hay vuelta en U. Nunca.

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