El frecuente y difundido verbo sentir se usa en primera persona (siento, me siento) en tres circunstancias aparentemente distintas. La primera es el notar una sensación mediada por los sentidos, excepto por la vista; la segunda, el tener cualquier emoción o estado de ánimo, particularmente lamentar un suceso doloroso y triste, y la tercera es el juzgar, opinar, tener un parecer, o bien el presentir. A pesar de estas diferencias, los tres significados tienen en común posibles cursos de acción: sentir y sentido están ligados por etimología y acepción. En efecto: una sensación suele implicar una respuesta a un estímulo; una emoción tiende a un movimiento en respuesta a eventos relevantes y una opinión marca un posible curso a la conducta, pues una creencia no sólo es suponer algo como cierto, sino también una convicción emocional de que es verdad. Un significado general del verbo sentir se inquiere y expresa coloquialmente en cómo se siente la persona y este sentir apreciado, propio de la conciencia de sí, implica a la fisiología corporal en términos del equilibrio funcional que se denomina homeostasis. Las señales provenientes de las vísceras hasta el cerebro y las de regreso que modulan sus actividades fisiológicas constituyen una contraparte fisiológica de la sensación subjetiva de bienestar o malestar del organismo.
La liga entre el equilibrio fisiológico y la emoción fue estudiada en los años 30 por Walter Cannon, el eminente fisiólogo de Harvard que acuñó el término homeostasis como el rango de funcionamiento normal y favorable de órganos y sistemas. Una emoción saca al organismo de su homeostasis y los procesos orgánicos de desbalance y restauración del equilibrio involucran a funciones viscerales y endocrinas que forman parte del curso de la emoción: suspiros, sofocos, palpitaciones, sonrojos, vahídos, “nudos en el estómago”. Los intrincados mecanismos psicofísicos o psicofisiológicos que permiten esta comunicación entre los órganos del tronco y el cerebro es capital en la vida humana y la de muchos animales. De esta forma cobra sentido orgánico el que las emociones sean las actividades mentales más ligadas a funciones corporales, en especial a la actividad visceral modulada por el sistema nervioso autónomo y que por esa misma vía informa al cerebro de su estado funcional.
El término de interocepción fue introducido al mismo tiempo que el de propiocepción por Sherrington en su Integrative action of the nervous system de 1906. El gran fisiólogo inglés definió la exterocepción como toda percepción de estímulos situados “fuera del cuerpo” e incluye a la vista, el oído y el tacto, cuyos estímulos son usualmente externos. En cambio, los músculos y las vísceras están “dentro del cuerpo” y su percepción conforma la propiocepción y la interocepción, respectivamente. La distinción entre las dos últimas tiene una base anatómica, pues el sistema nervioso periférico posee dos ramas, una “somática” de los nervios que terminan en los músculos del cuerpo que se mueven voluntariamente, y otra “autónoma” cuyos nervios modulan la actividad visceral, vascular y endócrina de forma involuntaria. El caso del dolor es especial, porque, si bien Sherrington lo consideró exteroceptivo porque muchos estímulos lacerantes provienen del exterior, otros muchos provienen del interior: la delimitación no es tajante. El dolor como percepción de daño corporal será tema de un capítulo venidero.
Durante décadas, el término de interocepción se restringió a las sensaciones que provienen de las vísceras, pero en los últimos lustros ha adquirido un significado más incluyente al señalar a toda experiencia fenomenológica del estado corporal. Concebida así, la interocepción tiene una relevancia decisiva en las ciencias de la salud, la medicina y la psicología clínicas, pues fenómenos como el dolor, los síntomas subjetivos de enfermedad, la vida emocional, la toma de decisiones, los trastornos alimentarios, las adicciones, la vida sexual, o la empatía son manifestaciones ligadas a facultades interoceptivas.
En los años noventa, el neurocientífico Antonio Damasio elaboró una hipótesis conocida como “marcadores somáticos de la emoción”. Propuso que las emociones con un componente somático vigoroso sirven para tomar decisiones racionales, pues están basadas en la experiencia previa del sujeto con situaciones similares. El marcador somático conllevaría a una preselección de alternativas que luego son evaluadas cognitivamente para llegar a una decisión final. Si bien la hipótesis necesita un respaldo empírico más extenso, la idea es interesante y bienvenida porque liga los usos afectivos y cognitivos del verbo sentir con base en un mecanismo fisiológico interoceptivo.
Hasta hace poco tiempo se consideraba que el sistema límbico del cerebro era el responsable anatómico y fisiológico de la vida emocional. El sistema límbico es un grupo interconectado de núcleos profundos y de zonas olfatorias de la corteza cerebral que incluye a una porción del hipotálamo, el centro rector del sistema nervioso autónomo y del sistema endócrino. De esta forma se explicaba la afectación de vísceras y glándulas en la respuesta emocional. Aunque este sistema es muy relevante para el procesamiento y en la experiencia subjetiva de varias emociones básicas o primarias, como el miedo o la ira, otras partes del cerebro participan en cómo se sienten diversas emociones, más que en cómo se expresan. Las señales aferentes o de entrada al cerebro provenientes de las vísceras sirven como reguladores de las funciones cerebrales que producen sensaciones corporales vagas o difusas, como hambre, sed o náusea. Sin embargo, éstas y otras sensaciones interoceptivas cardíacas y gastrointestinales pueden ser analizadas por el sujeto en términos de detección, localización, intensidad e identificación, variables evidentes de la autoconciencia corporal.
Los primates construyen una representación de la condición fisiológica de su cuerpo gracias a las entradas de información hacia el cerebro provenientes de las vísceras y la representación resultante se asocia al control que el sistema nervioso ejerce sobre múltiples funciones orgánicas a través del sistema nervioso autónomo. En los humanos la representación interoceptiva del interior del cuerpo implica a la porción posterior del lóbulo de la ínsula del cerebro, situado en la profundidad de la gran fisura de Silvio que separa al lóbulo frontal del lóbulo temporal. Esta representación engendra o corresponde a muchas sensaciones específicas como el dolor, la temperatura, la comezón, las sensaciones viscerales, el hambre, la sed o la necesidad de aire. A. D. “Bud” Craig, anatomista del Instituto Neurológico Barrow de Arizona, ha propuesto que existe una representación del estado fisiológico el cuerpo en la parte anterior de la ínsula que desemboca en la forma como se sienten los sentimientos y se aventura a proponer a esta área como the sentient self el ser sintiente. Aunque la hipótesis es muy aventurada por localizar y reducir una función compleja a una parte del cerebro, parece factible que este lóbulo de la corteza no sólo esté involucrado en la experiencia de diversos sentimientos, en especial de aquellos que conllevan sensaciones viscerales, sino en la representación de uno mismo a través del tiempo.