La continuidad. Esa ilusión de que el tiempo podrá trascender su propia condición. Ser uno solo. Lograr ser leído como una línea. Sin grietas; ni mucho menos rupturas.
Porque la ilusión de lo continuo equivale a vencer la inevitable muerte del presente. En el presente, ser capaces de hacer y ser futuro.
Resulta paradójico, pues, que siendo tan cara la idea de que su figura, su vida, su recuerdo, tendrá continuidad en un futuro que aún no es, la no continuidad sea el opuesto complementario.
Al final se trata, en ambos casos, tanto en la obsesión de ser parte de la historia del futuro, como en romper con el pasado del que se proviene, de fundar un orden. De ordenar, no las cosas, en sí, sino el tiempo.
La prisa es la misma. Ya para marcar un inicio, verdadero, se pretende de un nuevo tiempo; ya para apuntar todo cuanto se hace a la cuenta de quien está haciendo historia, de quien ya se vio en la historia.
Significativo resulta, así, como resulta serlo en todo libro inteligente, que Anaclet Pons, comience su ensayo, tan sugerente como lúcido, El desorden digital, justamente con un largo epígrafe sobre el cambio radical que el mundo actual supone en términos de la percepción del tiempo.
El investigador catalán echa mano para ilustrar la magnitud de esta transformación sobre la manera que lo contemporáneo tiene de imaginar, describir, experimentar el tiempo, de la capacidad que Italo Calvino tuvo para prefigurar lo que vivimos a toda plenitud.
“La dimensión del tiempo se ha hecho pedazos, no podemos vivir o pensar sino fragmentos de metralla del tiempo que se alejan cada cual a lo largo de su trayectoria y al punto desaparecen”, afirma Calvino en la que fuera su última novela: Si una noche de invierno un viajero.
Lo contrario, el opuesto a esta certeza vivencial que expone el autor italiano, es la idea de que el tiempo es un cauce que se puede moldear al propio antojo, una línea sobre la que aquí se borra esto y en este otro sitio, más adelante, se coloca esto otro.
En este horizonte, pues, para nadie pasará inadvertida la singular cercanía entre las expresiones: dar una orden y poner en orden. Ejercer sobre el tiempo del otro y de lo otro, el poder de la voluntad propia.
El libro de Pons, que lleva como subtítulo: Guía para historiadores y humanistas, no duda en colocar sin demora a la noción de tiempo en el centro del cambio que el presente ha traído consigo. Tanto, que titula al ensayo con el que arranca, Sin esperar a mañana.
La prisa se impone. Romper con el pasado, romper la continuidad ajena; instaurar en el presente, la futura continuidad propia. A toda prisa.
Sin embargo, para quien no comprende la mutación que en la percepción del tiempo implica lo digital, para quien la rechaza por no comprenderla, romper con el pasado se convertirá en una trampa para sí mismo, en un volver al pasado, quedar atrapado allí.
En medio de lo que Calvino, de modo certero, nombra e ilustra con claridad poética como “la metralla del tiempo”, la primera orden de quien detenta el poder sin comprender la época no puede ser otra que poner orden.
Mas, la idea que tiene aquel que se obstina en que el tiempo sea como era, sea lo que fue, un continuum, y no esa fragmentación y discontinuidad que es ahora, el orden habrá de ser su idea de orden: el orden del pasado.
En ese afán, el de gobernar el tiempo presente según la lógica del tiempo pasado, se impondrá a rajatabla la pretensión de centralizar como si en ello estuviese el remedio a la condición de fragmentación y dispersión que es propio de la época.
Centralizar se volverá así, se ha vuelto así, la gran obsesión del orden. La orden para poner orden es centralizar, traer todo desde los confines de la multiplicación y atarlo, anudarlo para presentarlo así, cual si un amasijo fuese en verdad una cosa única, unida.
Confusión manifiesta entre el mundo como fue y el mundo como es. La red, metáfora y realidad del mundo digital, no tiene centro, no puede tenerlo.
Ninguna red, por definición tiene un centro. Toda red, por definición, es un conjunto de nodos (nudos) que en su (des)orden construyen productivamente una nueva dimensión del (des)orden.
Atemorizado, ofuscado frente lo que no comprende, ante sus dificultades para moverse en otro orden que no sea el vertical, quien no comprende pretende contrarrestar su noción de desorden con un orden marcado no sólo por la incomprensión sino (además) por la inoperancia.
Centralizar no evitará la metralla del tiempo, en todo caso, pondrá en evidencia a quien no comprende. La red no es una metáfora, sino una forma, hoy por hoy la más, productiva del desorden.
Entre yerros y confusiones, sin esperar a mañana, la incomprensión cabalga a toda prisa.