A mis estudiantes mujeres, por supuesto.
Murió en 1921. Cuatro años después, ya fallecida, vino la idea de nominarla. No sucedió. Era tarde. Como tantas otras veces con casos así. Un reconocimiento tardío. Y por tardío, injusto; diríase que casi inútil. Un premio que no llegó. Un Nobel que no sería; uno más. ¿La razón? Ser mujer.
Se llamó Henrietta Leavitt. Había nacido en 1868, el mismo día que se celebra la independencia de Estados Unidos, su país. Estudió en un colegio para mujeres asociado a la Universidad de Harvard. Eso explica que hallara empleo, más o menos rápido, en la propia universidad. Eso, y su indiscutible talento.
A los 24 años, sorda como consecuencia de una enfermedad, se incorporó al Observatorio de Harvard como “calculadora”. La forma en que se le denominaba a quien, como ella, se dedicaban a estudiar placas de estrellas para con ellas hacer cálculos. Labor que era lo más a lo que podía aspirar una mujer por entonces.
La fama de Leavitt, que vendría muchos años después, quedaría asociada a su capacidad para encontrar ciertos patrones de luminosidad y pulsar en las estrellas conocidas como Cefeidas. Los descubrimientos de esta pionera en la astronomía norteamericana fueron en un principio atribuidos a sus superiores, invariablemente varones, desde luego.
Así enaltece Bill Bryson, en Una breve historia de casi todo, a Leavitt: “Su mérito fue darse cuenta de que, comparando las magnitudes relativas de cefeidas en puntos distintos del cielo, se podía determinar dónde estaban unas respecto a otras… El método sólo aportaba distancias relativas, no distancias absolutas, pero, a pesar de eso, era la primera vez que alguien había propuesto una forma viable de medir el universo a gran escala”.
Y, sin embargo, hasta no hace mucho el principio sobre el cual se organizaba el mundo del conocimiento científico y técnico en el que Leavitt vivió, seguía presente en relación con la labor de las mujeres: se les pagaba para trabajar no para pensar.
En la actualidad, se calcula que existen siete millones de personas que se dedican a la ciencia. Lo que significa un promedio de mil científicas o científicos por cada millón de habitantes. México, apenas rebasa los 400.
El Banco Mundial es menos optimista aun, al reportar un descenso desde esa cifra, que se habría alcanzado en 2005, a 244 para 2013. El dato se vuelve más catastrófico todavía, si se compara con los un poco más de 4 mil científicos por cada millón de habitantes que reportó Francia en 2015.
Es cierto, en las últimas décadas ha crecido considerablemente el número de mujeres que se dedican a la ciencia, la tecnología y la innovación. De los 27 mil científicos que el Conacyt dice que hay en México, el 35% son mujeres. El número crece; mas, la disparidad se mantiene.
El lastre que ha significado que en la historia de la ciencia en México las primeras científicas en las áreas de física y matemáticas se hayan graduado apenas al despuntar la década de los 70 del siglo pasado, sigue latente.
Ana Karen Ramírez y Daniela González, fundadoras de Epic Queen, una ONG que trabaja para alentar que las niñas y jóvenes opten por la carrera científica, son enfáticas al señalar: “De las 100 empresas más grandes a nivel mundial, sólo seis están lideradas por mujeres. Menos del 20% de quienes trabajan en el ámbito de las Tecnologías de la Información (TIC) son mujeres. Porcentaje aún menor en el caso de nuestro país”.
Por otro lado, dicen Ramírez y González: “Las mexicanas que se dedican a la ciencia ganan aproximadamente 20% menos que los hombres y, aunque prácticamente la mitad de los universitarios son mujeres, sólo el 15% de ellas estudian una carrera de ingeniería”.
Los prejuicios sociales, aunados a la ausencia de políticas públicas produce que quienes siendo niñas vislumbran una vida dedicada a la ciencia y la tecnología, extravíen o silencien ese interés en alguna parte de su camino vital y educativo.
La elección es individual, pero la responsabilidad de alentar esas vocaciones es social. En última instancia, y he ahí la clave: debería formar parte de una visión integral desde el Estado para conformar una base más amplia de investigadoras.
Mujeres que se integren a esa nueva historia que el mundo forja y en la que, citando a Marcos Moshinsky, el papel de los países no estará más normado por su extensión o sus riquezas naturales, sino por su capacidad para crear y aprovechar la ciencia.
De modo por demás dramático, Leavitt vivió en un silencio que se expandió desde su propia sordera hasta la indiferencia de su sociedad en relación con sus hallazgos y el justo reconocimiento que estos merecían. Sorda y silenciada. Invisibilizada, arrojada al olvido.
La historia, empero, a veces atina, y tenía para Leavitt un destino distinto. Su nombre figura en la actualidad como la pionera que fue. Valiente y decidida, Leavitt siguió su camino.
A ella debe nuestra época el saber que las cefeidas, además de servir para calcular la distancias en el orden interestelar, palpitan a un ritmo regular en una suerte de latido del universo.
Poco conocidas en general, las cefeidas tienen, no obstante, a una representante por demás famosa: la Estrella Polar, referencia de navegantes y elemento de cientos de historias fantásticas.
Extraña, luminosa, palpitante, quizá algún día alguien tenga a bien llamar a esa cefeida que es la Estrella Polar: Henrietta Leavitt, la astrónoma cefeida que, en su sordera incurable, guardó para nosotros el eco inmemorial del latido estelar.
Felicitaciones al autor de este magnífico artículo,que además de una redacción impecable, le da un merecido reconocimiento a la científica Henrrieta Leavitt por su valiosa aportación a la ciencia.