“El dolor es una sensación desagradable usualmente referida, localizada y ligada a una lesión corporal”. Esta definición de la Sociedad Internacional de Estudio del Dolor es un punto de partida útil para abordar el dolor. Aunque “sensación desagradable” es algo inespecífico, la definición adecuadamente estipula que el dolor es una sensación consciente con una base somática de orden fisiopatológico. Este fundamento está bastante bien dilucidado por la neurociencia, pues se conocen en detalle los mecanismos llamados nociceptivos (responsables de la sensación de daño): los receptores, las vías nerviosas, sus relevos en el sistema nervioso central, los neurotransmisores y la decena de zonas del cerebro implicadas en el dolor. Ahora bien, aunque se sabe que la experiencia de dolor requiere un enlace funcional o neuromatriz de ciertas áreas sensoriales, cognitivas, afectivas y volitivas del encéfalo, no se comprende aún de qué manera su actividad conjunta engendra, corresponde o constituye la sensación de dolor. Todo indica que la actividad nerviosa de este sistema no genera un dolor puramente mental o descarnado, sino el dolor que se siente, se advierte y se confronta como un aspecto subjetivo de esa matriz nerviosa en coalición funcional.
En referencia a la definición, es importante especificarla más puntualmente apuntando que, además de ser una sensación aversiva, en el humano habitual el dolor involucra la percepción y representación conscientes de una lesión corporal sujetas a diversos niveles de congoja y entendimiento, y por ello suele formar parte de la autoconciencia somática. En efecto, como sucede con toda percepción, en el dolor pueden ocurrir ilusiones (como el dolor referido a una parte del cuerpo no lesionada), alucinaciones (dolor en un miembro amputado o “fantasma”), influencias cognitivas (la analgesia del placebo, del deportista y del soldado), referentes semánticos (conceptos, ideas y expresiones verbales sobre el dolor) y patologías en las que se disocia la lesión de la sensación (como en ciertos cuadros de psicosis). Estas características, en especial el dolor del miembro fantasma, indican que la matriz cerebral del dolor no sólo se activa por las señales provenientes de los receptores periféricos, sino intrínsecamente, pues para sentir un dolor no siempre se necesita una lesión ni cierta parte del cuerpo.
En un sujeto normal, la representación mental de una lesión corporal incluye seis componentes: (1) el sensitivo (el cómo siente la sensación dolorosa no sólo una persona hablante, sino los bebés humanos preverbales y los animales que responden con alarma y escape a estímulos dañinos), (2) el afectivo (la emoción aversiva y de congoja que normalmente se funde con el componente sensitivo), (3) el cognitivo-reflexivo (la identificación, localización, reconocimiento y evaluación de la lesión y de su causa), (4) el volitivo (la disposición para remediar el dolor y la lesión), (5) el conductual (los lamentos, interjecciones, locuciones y acciones para expresar la dolencia, contender con el daño, comunicar la lesión o el sufrimiento y solicitar ayuda) y (6) el cultural (la modulación de la experiencia y de la expresión dolorosa por la ideología y el aprendizaje social).
Hasta aquí hemos tanteado la definición y los constituyentes del dolor para proponer una teoría perceptual y representacional que no sólo abarca al cerebro, sino que incluye a la parte lesionada y al comportamiento. Revisemos ahora cuáles son las estrategias para conocer al dolor con la propuesta de que, como todo proceso consciente, el dolor puede ser abordado desde perspectivas en primera, segunda y tercera persona. El dolor se conoce directamente por el “yo” en primera persona pues constituye una experiencia que ocurre como un síntoma privado en un sujeto. Aunque la sensación subjetiva del dolor es en cierta medida inefable e intransferible, es posible para el sujeto describir y analizar la experiencia mediante el uso de recursos fenomenológicos, introspectivos y narrativos propios de la autoconciencia.
Un ejemplo palmario es el Diario del dolor publicado en 2001 por María Luisa Puga, escritora mexicana ya desaparecida, víctima de una artritis reumatoide muy severa. Ella muestra de manera lúcida y rigurosa que en la percepción y la autoconciencia del dolor no sólo intervienen los aspectos descritos, sino otras percepciones, recuerdos, imágenes, deseos o intenciones. Describe al dolor como un elemento ajeno e intruso que le produce terror y la condena a no poder habituarse a la congoja y de estar pendiente de ella. Se ponen en marcha múltiples estrategias de enfrentamiento; por ejemplo, aceptar al dolor implica conceptuarlo como un enemigo al que es necesario comprender y con el que se puede dialogar y negociar. Como la existencia se vuelve insípida e insustancial, es preciso lidiar con el desánimo, la depresión y la derrota. Ciertos aspectos de la autoconciencia se deterioran: la narradora se desconoce ante el espejo y siente que ha perdido su pasado y futuro. El dolor persistente se revela como una vivencia lacerante y fatigosa que enciende facultades insospechadas, demanda recursos extraordinarios y escenifica costosas batallas en la conciencia. Aprendemos de este impresionante testimonio que la experiencia privada y solitaria de dolor que una persona enfrenta echando mano de todas sus habilidades autoconscientes puede desembocar en notable dignidad y sabiduría. Como lo expresó Concepción Arenal, pionera del feminismo español: “el dolor, cuando no se convierte en verdugo, es un gran maestro.”
En aparente disparidad con esta perspectiva fenomenológica en primera persona, se ubica quien trata de analizar y resolver el dolor como problema médico y científico. En estos casos, el dolor se conoce indirectamente desde una perspectiva en tercera persona mediante el interrogatorio, la exploración corporal y la correlación clínico-patológica para llegar a un diagnóstico y con ello a una terapéutica específica y eficaz. A través de la publicación de casos y de manera acorde al método científico, las observaciones, descripciones y datos pueden ser contrastadas por otros y conducen a nociones fisiopatológicas, categorías médicas y recursos terapéuticos sujetos a corrección constante. De esta forma, las observaciones sistemáticas han permitido a la medicina formular un catálogo de clases naturales de dolor como: “angina de pecho”, “migraña”, “cólico”, “neuralgia del trigémino”, “ciática”, “lumbago” o “dolor radicular”.
Ahora bien: no debe haber contraposición entre las perspectivas en primera y tercera persona, pues en la interacción cara a cara acontece su amalgama natural. Ésta constituye la perspectiva en clave de “tú” o de “usted,” propia de la segunda persona singular. Usualmente el dolor deja de ser un suceso privado para adquirir una dimensión comunicativa, expresiva, empática y ética que se basa en la solicitud de ayuda, consuelo, misericordia y beneficio por parte del enfermo y en la provisión de atención, compasión, alivio y clemencia por parte del médico o el personal de salud. La relación clínica y terapéutica se basa en la estima, el respeto y la confianza por parte del paciente, así como en la empatía, el servicio y la comprensión por parte del personal de salud, en particular del médico tratante. De esta manera, el dolor se conoce desde una perspectiva en segunda persona mediante una interacción humana que adquiere especial significado en la consulta y en la clínica.