Teatros llenos de abandono

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A Alejandra Soto, a quien preocupa la desgana.

“Comme un arbre sans racine; comme un théâtre sans Racine”

Thomas Dutronc en Comme un manouche sans guitarre

El asunto que ahora me agobia es uno verdaderamente desastroso. Pero no tiene nada que ver con el desamor. En el entristecido caso del que me quiero ocupar no es el cantante desdichado que reclama el regreso de la novia, el que está solo.

En su miseria, el trovadorcillo se queja de su suerte. El juego de palabras en español no tiene sentido: dice que está como un árbol sin raíz y como un teatro sin Racine (en francés, se imaginarán ya ustedes, racine significa anclaje a la tierra). En realidad, ahora que lo pienso, es más afortunada la queja de Sabina, que a la partida de la mujer se siente como un pingüino en un garaje. Pero cuando se habla de la soledad de las salas de teatro y de la ausencia de un dramaturgo de nombre botánico, no vienen a cuento ni Sabina, ni los pingüinos, ni tampoco los estacionamientos. Ante el abandono del teatro, el amor queda encantado porque las salas de los cines se atiborran de apasionados que se acarician las entrepiernas, y las bancas de los parques, cuando no hace frío – que es casi todo el tiempo –, porque reciben a parejas que se pelean a lengüetazos.

Mi amiga vive en Mérida de Yucatán. Ayer platicamos y me habló de su molestia. Ir a un teatro sin gente le había deprimido. No la tragedia que había visto. El desinterés general de la gente de su ciudad por lo que se presentaba, le había hecho reflexionar sobre lo penosa que es la situación de la cultura en México. Casi siempre las tragedias nos son más íntimas de lo que se nos presenta en el mundo del espectáculo. Afortunadamente. Y no. Para ella, la tragedia radicaba en la apatía (aparentemente sin solución) que sus coterráneos demostraban hacia el arte.

Yo le manifesté mi problema. Era radicalmente opuesto. Hacía unos días había querido ir a ver al teatro Richelieu de París una mise en scène muy original de una obra clásica muy revisitada. No me fue posible. Demasiada gente. Todo agotado. Me fui a un bar y me emborraché leyendo a Houellebecq.

La noche anterior había soñado que llegaba a la Comédie Francaise (a veces sueño con mujeres desnudas en paraísos tropicales) y no había cola. Y además tenía algo de dinero. Pero no había hecho falta tanto. No había sido necesario siquiera ir a las ventanillas de los lugares à visibilité reduite para comprar una plaza vergonzante desde donde no se ven más que muros y desde la que se oyen carcajadas cuando a la gente se le ocurre que algo es chistoso. Tanta era la apatía de los parisinos que los billetes prácticamente se regalaban. Me había comprado un lugarazo hasta adelante y había empezado a ver Les Estivants de Gorki. Luego me había despertado un ruido agudo y deleznable que me recordaba que tenía que irme a trabajar.

Tienen mucho de teatral las ausencias en las salas de los teatros mexicanos. La gente prefiere ir al cine a ver a Batman, a las Tortugas Ninja y a los Vampiros Enamorados. Esta realidad tiene de teatral todo lo que de trágico entraña. ¿Qué hemos hecho tan mal – o qué han hecho ellos tan bien – que el teatro resulta un proyecto de sábado por la tarde tan poco atractivo?

Ayer, a la hora de la comida, me senté frente al teatro municipal de Tours. Sobre la mesa me pusieron un plato de comida digna de no ser más que una solución temporal a necesidades fisiológicas. Afortunadamente había vino de Chinon, que tomé en abundancia para pasarme los trozos de pollo que sabían a lo que sabe la indiferencia (cuando el pollo se acabó seguí tomando vino de Chinon, pero ya con un propósito muy distinto). El friso central lo decoraban por el copete dos ángeles que sostenían respectivamente las máscaras de la tragedia y la comedia. Hasta donde me quedé, los niños de piedra ahí seguían.

De los teatros mexicanos, en lo que hace a su arquitectura, retengo el recuerdo de un neoclasicismo insulso. Si yo fuera arquitecto construiría uno muy presumido que reprodujera figuras antropomorfas. Al centro, en lo alto, habría una máscara sostenida por un anciano decrépito – y no por un cupido regordete y colorado. El anciano estaría desolado y sus dedos huesudos presentarían la máscara de los ojos apagados y las comisuras que voltean hacia abajo.

No sé qué hemos hecho mal. O qué han hecho ellos tan bien. Ir al teatro, en México, es negocio de esnobs que quieren demostrar su pertenencia a un círculo de gente que tiene para ocuparse de cosas etéreas, de estudiantes a los que no les abren las puertas en las fiestas y de muchachos con granos a los que no les abren las piernas las mujeres. Ir al teatro en México –a menos que lo que se ofrezca sea Cinderella on ice, o The Beauty and the Beast on ice, o Mickey Mouse and Donald Duck on ice, o Los Vampiros enamorados on ice (lo cual no estaría nada mal, sobre todo si los vampiros se mordiesen las bocas y se acariciaran los pechos al patinar)– es una experiencia prácticamente desoladora. Quizá por eso sea mejor ir al cine a ver a las tortugas ninja hacer enojar a una rata vestida con un batín de entrecasa, o a una cantina a beberse todo el contenido de una barrica de cerveza vieja.

Mejor había sido para Cortázar quedarse solo como pingüino en una sala de teatro. Si no hubiera sido por ese abandono –momentáneo en el caso suyo–, las famas, atormentadísimos y muy graciosos personajes enemigos de apachurrar la pasta de dientes en el lugar equivocado, no hubieran visto nunca la luz. Y mejor es para nosotros. A veces –a menudo– los comentarios idiotas de los que van al teatro por obligación impiden el disfrute redondo.

Que sea esto, pues, un pretencioso y elitista ensalzamiento de la ignorancia de la mayoría. Hay que ver las cosas con buenos ojos. Incluso las tragedias.

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