Sueños de gloria

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Es lugar común criticar aquello que uno no entiende.  Es común experiencia pasearse por un museo – de preferencia en el que se exponen piezas de arte conceptual – y escuchar a alguien decir: “esto lo pudo haber hecho mi nieto de cuatro años”.  No me es fácil olvidarme de aquel día en que, mirando un retrato cubista que Picasso le hiciera a Dora Maar, escuché a alguien detrás de mí compartir con su amigo un comentario semejante.

Hoy, que incluso yo, que no podría haber sido ni fotógrafo de bodas, soy capaz de generar fotografías maravillosas con la ayuda de las herramientas que me pone Instagram a disposición (que para ensombrecer, que para dar más luminosidad, que para dar un efecto vetusto, que para que aquello se vea en color sepia…), se complica la tarea de juzgar lo que es o no artístico, y aquello para lo cual el talento sirve podría equivaler a punto menos que nada.  Ya lo había dicho Lars von Trier en una entrevista.  No viene a cuento que lo repita yo.

Millás, en un artículo titulado Arte y podredumbre, se burla de Damien Hirst y de su tiburón (otro lugar común), de su Vaca con becerro cercenados y en conserva (uno más), y de cómo la podredumbre se confunde hoy con el arte.  Lo hace con el ingenio que lo caracteriza: le propone a su carnicero en quiebra que cambie el anuncio y ponga “Galería de arte”, y le asegura que así se forrará, y les recomienda a sus lectores que si se les muere el abuelo no lo entierren, porque el cadáver puede de un momento al otro tener potencial para ser expuesto en un museo de arte contemporáneo.

Pero yo pienso que hay que tener mucho cuidado.  Que tienen que tener mucho cuidado tanto el paseante que tiene un nieto de cuatro años capaz de dibujar a Dora Maar con ojos desacomodados, como el señor Millás, que pensó en guardar una merluza que se le pudrió para cuando viniera el momento de pasar de columnista a artista conceptual.  Hay que recordar que Picasso tuvo una formación académica: en su museo del Marais, en París, se puede ver su trabajo temprano, que deja patente su perfeccionismo como dibujante y su buen uso de los colores de la paleta; y es bueno tomar en cuenta – por ejemplo – que Gabriel Orozco estudió en la Escuela Nacional de Artes Plásticas, en el Círculo de Bellas Artes de Madrid, y que aprendió a dibujar de joven, cosa que hace bastante bien.  Así que se impone la pregunta: ¿será que una formación académica, un antecedente, un recorrido determinado, legitima a un artista para que después convierta un mojón bien fresco en una obra conceptual que se llame, pongamos por caso, “Fin del mundo”?

Hace unas semanas me invitaron a andar a caballo entre cañadas en un paraje formidable que bien podría haber confundido con algún paisaje descrito por Rulfo, si no me hubiera tocado visitarlo en temporada de lluvias.  Al terminar el paseo, afectado por un severo dolor de culo y unas irreprimibles ganas de meterme por el cogote media botella de vino, me vi caminando entre pasojos inmensos, nopales mochos y demás detritus, rumbo a una mesa cobijada por un encino perfecto.  En el trayecto me encontré también con un hueso, seguramente el vestigio de que ahí había pastado una vaca a la que luego se había comido un coyote, a la que le había picado una grosera víbora de cascabel, o a la que simplemente la había alcanzado el reloj que marcó el final de sus días.  Saqué el celular y le tomé una foto, no sin antes cerciorarme de encuadrar bien la pieza, de no acomodarme a contraluz, y de que lo que eventualmente inmortalizara pudiera de algún modo parecerse a una fotografía que Gabriel Orozco le tomó en el 2006 al cráneo de una ballena, pieza de posterior impresión cromógena que Morton sacó a subasta el 19 de mayo pasado.  El resultado de mi trabajo, pienso, fue bastante admirable.

Diego de Ybarra.  “Hueso de res”, o “Recuerdo de una vida pastando feliz en el monte”
Diego de Ybarra.  “Hueso de res”, o “Recuerdo de una vida pastando feliz en el monte”

Pero mi satisfacción duró poco.  No obstante lo riguroso de mi estudio y el estoicismo que implicó haber soportado dos horas con dolor de culo, debo aceptar que mis esfuerzos no se verán jamás recompensados.  Tal vez mis pretensiones se queden en sueños de gloria.  Ya sea porque no tengo una formación académica que justifique mi ocurrencia, porque mi celular no toma fotos tan buenas como la cámara de a de veras del señor Orozco, quien además ha sido aplaudido por ser un gran viajero capaz de llevar los ojos siempre bien atentos a los pequeños detalles del mundo, o porque no tengo un nieto al que pueda darle unas crayolas y obligarle a dibujar un Miró en una hoja de un cuaderno.  Quizá simplemente la razón de mi anunciado fracaso como artista conceptual se encuentre en otro lado: es más fácil – y por tanto a nadie interesa – encontrar un hueso de res que uno de ballena.  Sobre todo si uno nunca va al mar.

Gabriel Orozco
Gabriel Orozco.  Cráneo de ballena
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