Suicidios ejemplares

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Que me perdone el genial Enrique Vila-Matas por apropiarme de manera tan grosera y arrebatada del título de uno de sus más entrañables libros de relatos, para dar entrada a estas líneas, pero pocas frases podrían expresar de manera más puntual lo que —a mi parecer— hemos presenciado a últimas fechas, a raíz de que —entre desmentidos y confirmaciones supuestas y reales— las redes sociales convirtieron entrending topic los supuestos suicidios en que —como expresión de impotencia ante las atroces condiciones de miseria y hambruna en que han venido subsistiendo por generaciones— un buen número de habitantes de las comunidades de rarámuris en la Sierra Tarahumara habían incurrido, ante la impotencia para enfrentar su situación.

Ésta, que más temprano que tarde cundió en el ciberespacio y se esparció por todo el planeta es, sin duda alguna, una siniestra noticia en todos los sentidos: si no fuera veraz —como se ha llegado a aseverar— resulta poco menos que desolador percatarnos hasta qué grado de perversidad ha llegado a escalar la siembra de noticias alarmantes en Internet. Si, por el contrario, se trata de una realidad, poco se puede agregar. Ahora bien, siendo cierta o no, evidencia que en pleno siglo XXI aún persiste en nuestro país la hambruna endémica sin que, al parecer, haya una acción decidida por resolver una situación que pensaríamos ya superada desde hace décadas, si no siglos.

No es intención de este artículo ahondar en lo mucho que ya se ha dicho desde hace más de una semana, en torno de esta conmovedora noticia que ha cimbrado a medios nacionales e internacionales, sin embargo, me atrevo ahora a reflexionar en torno del suicidio en sí, que lejos de la pesada carga moral que siglos de cultura occidental le han endilgado, es posiblemente una de las más acabadas expresiones de dignidad y redención, para aquellos a quienes les ha sido arrebatado incluso el más elemental recurso para expresar su inconformidad. Tal como expresaba Guy de Maupassant, lejos de ser un acto de renunciación o de cobardía, el suicidio es “la fuerza de quienes ya no tienen ninguna, la esperanza de quienes ya no creen, el sublime valor de los vencidos”.

En tal sentido, aún en su crudeza y atrocidad, el posible suicidio de uno o muchos individuos es, al mismo tiempo, una aleccionadora y contundente reprobación a nuestra indolencia, nuestra injustificada (por deliberada) ignorancia y la soberbia que con la distancia (física y moral) nos arropa.

Tal vez la conclusión más rescatable de este lúgubre, confuso y ciertamente desolador episodio —con todo cuanto de tragedia, mito y manipulación de ida y vuelta pueda arrastrar— es la reivindicación liberadora del suicidio como metáfora, como representación emancipadora de quienes, como el propio Vila-Matas, están convencidos de que “lo que hace soportable a la vida, es que podemos elegir cuándo escapar de ella”.

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