El Cine en tiempos de Trump

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La 91 ceremonia del Oscar (de la Academy of Motion Pictures Arts & Sciences) ha sido una de las de mayor carga política. No es que nunca lo hayan sido, siempre lo son, natural en una industria tan relevante para su propio país y para el mercado internacional en términos no sólo económicos sino culturales y políticos.

A diferencia de la salud de la economía estadounidense, la industria de Hollywood, aún con sus altibajos, ha sabido mantener en casi un siglo, un sistema admirablemente aceitado y con capacidad de oxigenación constante, algo de lo mucho que tendríamos que aprenderle en la industria audiovisual latinoamericana. Aunque Estados Unidos deje de ser durante el siglo en curso la primera potencia económica, difícilmente su industria del entretenimiento lo hará, curiosa paradoja.

Los de California saben bien para qué sirven las premiaciones, más allá de la proclividad de un gremio por entregarse al valle de los elogios mutuos. Tienen trascendencia, mueven su industria en una época de taquillas lánguidas; efectivas para dar credibilidad a obras mainstream de recursos ingentes pero que reclaman prestigio y, por el contrario, dan foco a los garbanzos de a libra que ofrecen frescura artística pero con presupuestos modestos como para captar la cada vez más fragmentada atención, por muy buenas que éstos sean.

Premios de Cine Oscar

Dicho sea de paso, orientan a las audiencias a depurar el gusto, elemento clave que parece de carácter ético o de espíritu artístico y que por ello se tiende a menospreciar al sur del Río Bravo. Resulta que lo mismo que contribuyen a agudizar el ojo, también se fomenta como un escenario poderoso para amplificar causas tan encomiables como la equidad para los afroamericanos, latinos y las mujeres como también para ponderar los conflictos bélicos emprendidos por los propios estadounidenses, por poner sólo un ejemplo. Las dos caras de la misma moneda.

Ello explica (y de ningún modo demerita) el contexto que ha propiciado el auge de los talentosos cineastas mexicanos Guillermo del Toro, Alejandro González Iñárritu, Emmanuel Lubezki y Alfonso Cuarón. Este último con gran peso en aquella industria. Aquellos que se montaron en las acaloradas discusiones sobre Roma, que en estricto término se sale a propósito de los cánones de contenido de Neflix, no advirtieron que sirvieron a una campaña audaz y brillantemente empleada para que un nuevo jugador sacuda las reglas de la industria mundial del entretenimiento y reclame airadamente un asiento en la mesa donde se toman las decisiones del sector: terreno por años exclusivo de los tradicionales Estudios.

Alfonso Cuarón

Ante ello Cuarón ha demostrado, más allá de su innegable capacidad y talento artístico, ser un hábil “animal político” (siguiendo la definición aristotélica). Lo demostró al canalizar el descontento de la opinión pública, sobre todo de las volubles redes sociales, a las dos grandes exhibidoras cinematográficas de México, haciéndolas parecer anticuadas y voraces al no admitir su película en cartelera, cuando éstas tenían el mismo derecho de negarse al chasquido de dedos que implicaban las imposiciones de Netflix como propietario de los Derechos de la obra.

Lo mismo se derivó de la participación de la novel actriz Yalitza Aparicio, correcta en los términos de la propuesta de la película, pero que no alcanza el nivel de rango de interpretación y mérito artístico de la favorita de muchos (me incluyo), Glenn Close por su magistral The wife o de la que resultó ganadora, la estupenda Olivia Colman por The favorite; ambas películas, por cierto, que ponderan el papel protagónico de la mujer. En el país del Laberinto de la soledad, lo de Aparicio rayaba entre el chovinismo y la región 4 de los WASP (el movimiento fundamentalista Blanco Anglosajón Protestante).

Olivia Colman
La británica Olivia Colman, ganadora del Oscar a la mejor actriz.

Así que la Academia si en algo es profesional, es en funambulismo político. Lo mismo atrae la atención de la audiencia pop premiando a Rami Malek por Bohemian Rhapsody, reparte el preciado galardón a una película como The Green Book, un exultante coro góspel frente a Donald Trump (no digamos Vice), que nomina a la poderosa BlacKkKlansman (con la figura iconoclasta de Spike Lee), acaricia a la primer franquicia protagonizada por un superhéroe afroamericano (Black Panther) o la misma Roma, con su aureola latina, por ello tenía asegurada la estatuilla a Mejor Película Extranjera, no así el de Mejor Película.

La estupenda película de la libanesa Nadine Labaki (quien no cesa de sorprendernos con su enorme talento) tenía todas las de perder frente al sentido de oportunidad del filme mexicano (y los recursos ingentes de RP de Netflix), y porque ¿qué creen? el conflicto que expone con dureza no deja nada bien parada a la política exterior y militar norteamericana. “Ni muy, muy, ni tan, tan”.

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