Paternidad

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La pequeña niña lo vio, impresionada de su tamaño, de su talento para trepar árboles y de su sensibilidad para convencer al gato de que bajara de esa última rama a la que se había trepado. Su héroe, una vez más, había resuelto el problema. Esta vez no directamente de ella sino de su inseparable gato. “Cuando sea grande me casaré con él” ―pensaba la pequeña niña de no más de 6 años, porque además de ser su héroe, era el hombre más guapo que existía sobre la faz de la tierra―. Al tomar su gran mano para regresar a la casa, la pequeña niña se sintió la más feliz, poderosa y emocionada, porque regresaba con su gran amor, su gran héroe, que siempre le resolvía todo. Ya dentro de la casa su madre la mandaría a bañarse y ella se iría un poco triste, porque como cada lunes, su héroe tendría que atender otras llamadas de emergencia y estaría más ocupado que los fines de semana en los que prácticamente lo tenía para ella solita.

 

La pequeña niña ahora tenía 12 años, su héroe ya no aparecía tanto como tal, pero le caía bien. Ya no se casaría con él cuando fuera grande porque era el esposo de su mamá, y además de que estaba un poco gordito, a ella le gustaba un niño de primero de secundaria y se emocionaba porque pronto se graduaría y podría verlo en los descansos. A su héroe de la infancia lo seguía viendo grande y le emocionaba que la acompañara a su graduación de sexto, pero ahora platicaba más con su madre. Eso sí, a él se le llenaron los ojos de lágrimas cuando la vio con el elegante vestido, lista para ir a su graduación.

 

Cuando aquella pequeña niña cumplió 18 le preguntó al ahora ex-héroe, o más bien al anti-héroe, ¿por qué ahora tenía que considerarse adulto? ¿Por qué debía sacar la credencial de elector? Y ¿por qué él nunca entendía lo que ella estaba sintiendo? Por su parte, al paso de los años, él la seguía queriendo igual… ¡pero no le entendía nada! Trataba de estar cerca y ella lo alucinaba. Lo bueno es que no solo a él, también a su esposa. Pero, pacientemente, él aguantaba y nunca cejaba en sus intentos de entenderla, o por lo menos trataba de hacerse presente para no convertirse en un extraño. En su graduación de preparatoria, ella le agradeció que nunca se hubiera alejado, porque ella lo necesitaba. Luego medio reculó para decirle “¿Qué cursi no?”. Él entendió que, aunque parecía que hablaban otro idioma, por lo menos hablaban; y eso hizo que no se cortara la comunicación.

 

La pequeña niña cumplió 24 y ya habían pasado buenos años que le habían hecho ver que los idiomas de ella y de su nuevo amigo dejaron de ser tan adversos. Los temas universitarios, de desarrollo profesional y de fijar objetivos claros, que en años anteriores fueron motivo de discrepancias y enojos, ahora no sólo eran líneas de lenguaje comunes sino que los habían acercado. El shock vino cuando ella se despidió para vivir sola, ahora sí, no de forma temporal sino permanente. Él estaba muy triste pero a la vez orgulloso de cuánto, su pequeña, se había desarrollado en el ámbito personal. Al despedirse, el abrazo fue muy prolongado, y aunque los nudos en la garganta les impidieron cruzar palabra alguna, los dos repasaron mentalmente los miles de consejos que aquel héroe, anti-héroe y ahora nuevo amigo, había externado cuando así lo consideró conveniente.

 

Una vez que la pequeña llegó a la edad de 30 años, habló con su padre para decirle que sería un honor que la entregara en el altar. Que el hombre de su vida estaba listo para casarse con ella. “¿Qué no era yo el hombre de su vida?” ―se preguntaba el padre mientras recordaba a aquella niña a la que tomó de la manita para entrar desde el jardín hacia la casa, el día en que salvó a su gato―. Esos 30 años le parecieron un suspiro.

 

Vivamos intensamente la paternidad. Gocémosla y sufrámosla a cada momento, con amor y responsabilidad. En la calidad del tiempo que les demos estará la calidad de hijos que tendremos.

 

¡Muchas felicidades!

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