En esta ocasión veremos cómo dos prelados, el obispo anglicano George Berkeley en Irlanda y el abad católico Etiénne Bonnot de Condillac en Francia, elaboraron doctrinas empiristas vigorosas o incluso radicales compatibles con un creador omnisciente y omnipresente. Ambos usaron argumentos teológicos y psicológicos para defender la idea que las percepciones y en último término las sensaciones son la materia prima de la mente y el conocimiento. La idea de partida del obispo Berkeley (1685 –1753) fue que sólo los contenidos de la mente pueden ser conocidos directamente y no los objetos del mundo externo o la materia en general. Aquello que los seres humanos ven con los ojos, oyen con los oídos o tocan con las manos es lo único que les es dado sin mediación alguna. De esta forma Berkeley llega a una conclusión decisiva expresada en su aforismo: “ser es ser percibido” (ese est percipi). Esto significa que el ser esencial no está en ese mundo que se percibe allá afuera del sujeto, sino en la propia percepción, pues sólo esta es segura, específica y real.
El empirismo radical de Berkeley desemboca en una tesis idealista terminante afín a los antiguos Upanishads de la India que hemos revisado en los primeros capítulos: la materia no existe, sólo la mente. Los objetos del mundo no se perciben directamente, sólo las ideas que los representan: una pera sería la suma y combinación de ciertos colores y formas, de un olor, un sabor y una textura determinadas, todas ellas propiedades mentales que se condensan en una idea: el concepto “pera”. No admite el obispo que existen objetos independientes de la mente porque para poder concebir cualquier cosa es necesario pensar en ella y esta es la realidad. En este punto, Berkeley parece confundir la representación de un objeto, es decir, aquello con lo que pensamos, con el contenido o el objeto del pensamiento, un tema que abordó más tarde Kant y revisaremos pronto.
El empirismo radical enfrentó diversas críticas entre sus contemporáneos. El racionalista Leibniz había argumentado con su astucia característica que nada hay en el intelecto que no haya estado antes en los sentidos… excepto por el intelecto mismo. Por lo demás, es muy divertida la manera cómo respondió el Dr. Samuel Johnson (1709 – 1784), prolífico e ingenioso hombre de letras inglés, a la noción idealista de su amigo el obispo Berkeley de que no existe la materia, sino sólo mente. Lo hizo de dos maneras, una fue mediante un juego de palabras y la otra con un acto contundente. El juego de palabras es el siguiente: “No matter? Never mind! Traducida literalmente la frase dice: “¿No hay materia? ¡Mente nunca!”, pero el chiste semántico radica en la expresión “never mind” que se usa en inglés para cortar un diálogo cuando lo que dice el otro se considera una tontería o una necedad. La traducción de sentido sería entonces: “¿no hay materia?… ¡olvidémoslo!”. En la misma dirección de británica ironía el Dr. Johnson exclamó ante Berkeley: “Lo refuto a así…” y sin más le propinó un fuerte puntapié a una piedra, dando a entender que la materia es innegable simple y sencillamente porque se le puede patear. A pesar de lo sabroso de la anécdota, plasmada en una escultura de bronce donde debió de ocurrir el hecho, el Dr. Johnson no refutó a Berkeley, sino que se metió un autogol con la patada, pues el obispo le diría que sólo puso en evidencia el conjunto de sensaciones que tuvo al patear la piedra. Además, Berkeley no negaba un mundo fuera de los sujetos que lo perciben, sino que ese mundo no es material, sino porciones de la mente de Dios. Como vemos, el argumento en relación a las sensaciones no parece que se pueda refutar fácilmente y de hecho es posible parafrasearlo en términos de la neurociencia actual, según lo esbozo a continuación.
Hace años, en plática con el notable neurocientífico Rodolfo Llinás, le planteé una variante neurobiológica de la tesis idealista de Berkeley que le pareció divertida e irrebatible. La idea es la siguiente: en vez de postular que la realidad es una creación de la mente, como lo hacía Berkeley, se puede proponer que la realidad es una creación del cerebro, porque sabemos que los estímulos sensoriales provenientes del mundo son transformados y recreados por este órgano maestro para construir diversas percepciones, ideas, reflexiones, recuerdos y otros procesos mentales. Ahora bien, a diferencia de Berkeley, esta tesis no negaría que existe un mundo físico más allá de los seres humanos, sino solamente que los objetos, procesos y eventos que percibimos y las ideas o creencias derivadas son creaciones del cerebro.
El filósofo escocés David Hume (1711-1776) empujó el empirismo a otro posible extremo, que no sólo consistió en la negación del mundo material, como lo había hecho Berkeley, sino también la negación del propio sujeto, del propio yo. Es célebre el reporte que realizó Hume de una introspección por la cual encontró en su propia mente sensaciones, emociones, ideas y otros contenidos mentales, pero no un yo, un sujeto observador y permanente. La mente viene así a ser considerada un manojo de impresiones e ideas sin dueño, donde los objetos resultan ser colecciones organizadas de impresiones. Lo que no resuelve Hume es la unidad de una colección de propiedades mentales, pues la conciencia es una totalidad articulada, como si fuera un rompecabezas ya resuelto y no el conjunto de sus piezas desordenadas. Ésta es una de las ideas que debemos a Kant, el menudo profesor de Konisgberg, a quien visitaremos pronto.
El empirismo, discurrido en Inglaterra por Locke, Berkeley y Hume, tuvo influencia no sólo en el pensamiento inglés, sino también en el continente europeo a través de Francia. Esto aconteció porque diversos enciclopedistas franceses, empezando por Voltaire, lo adoptaron como una doctrina realista y pragmática apta para desarrollar el sistema de conocimiento derivado de la Razón que floreció en el Siglo de las Luces. En su Traité des sensations (Tratado de las sensaciones, 1754) el abad de Murnau, Etiénne Bonnot de Condillac (1715-1780), argumentó a favor de un sensacionalismo, que se puede concretar con la idea de que toda actividad cognoscitiva es una transformación de sensaciones, algo afín al empirismo inglés. Condillac propuso una interesante alegoría o experimento imaginado consistente en una estatua con alma. La estatua estaría organizada interiormente como un ser humano y animada por una mente en blanco, pues estaría sellada por una capa exterior sólida e impermeable de mármol que impediría toda sensación. La estatua se conformaría entonces a la noción de la tabula rasa difundida por Locke de que la mente nace en blanco y se va poblando de ideas por las sensaciones y experiencias que la van nutriendo. El abad Condillac procede entonces a abrir uno a uno los cinco sentidos de la estatua animada y a colegir lo que sucede en su mente. Despeja primero la nariz y le da a oler una rosa. El olor se capta por el olfato y se almacena en la memoria de la estatua, pero poco significa porque no hay con qué compararlo. Al abrir sucesivamente el gusto, el tacto, el sonido y la visión, las señales se van comparando, asociando y mezclando, con lo cual la estatua va adquiriendo no sólo el concepto de la rosa, sino gustos, deseos, juicios, ideas y todo lo que caracteriza una mente humana. Con esta alegoría Condillac cree demostrar que la mente humana se nutre solamente de experiencias sensoriales.
En el capítulo siguiente presentaré la doctrina opuesta al idealismo empirista de Berkeley y Hume, formulada por el médico francés Julian de La Mettrie: la sensacional (literalmente) noción mecanicista de que los seres humanos no son más que máquinas físicas sin alma y la posibilidad contigua de fabricar un autómata consciente.
Excelente texto, integra y deja abierto el camino a nuevas búsquedas.
Marx y Hilix en su libro sistemas y teorías psicológicas contemporáneas pag, 58, señalan que es Boswell el que le pregunta a Johnson como refutar a Hume y es frente a Boswell que patea la piedra.