En los últimos capítulos de esta serie hemos visto que una de las posibilidades más persuasivas y factibles para abordar empíricamente el problema mente-cuerpo es analizar los aspectos anatómicos y fisiológicos de las facultades mentales por separado. La memoria es una de las más atractivas para ello, porque requiere el depósito físico de información en el cerebro, al que se recurre con el recuerdo y al que se denomina engrama. Si se llegara a especificar en qué consiste un engrama, se estaría tanteando el meollo del problema mente-cuerpo; aunque se puede concebir que podría conocerse en detalle su constitución física y fisiológica, sin que por ello se revele cómo constituye o experimenta como un recuerdo consciente. Ésta vendría a ser la objeción de Leibniz en una versión específica, lo cual representa un avance. Se puede replicar que el conocimiento creciente de la naturaleza neurológica del engrama adelanta la posibilidad de desentrañar el quiasma que tercamente surge entre lo psíquico y lo físico. Estas dos versiones reflejan posturas filosóficas encontradas que seguiremos vislumbrando.
La investigación moderna de la memoria se inició en la década de 1880, con descripciones psicopatológicas y estudios de los mecanismos mnémicos normales. En efecto, algunos errores de la memoria fueron descritos en 1886 por Kraepelin como paramnesias. Una variedad frecuente ocurre cuando una persona conoce a alguien, pero está convencido de haberlo conocido antes, o tiene una experiencia y la siente ya vivida: el fenómeno señalado como déjà vu. Otro trastorno descrito en 1880 es la confabulación, que implica incluir elementos inventivos y espurios en los recuerdos. Esto sucede en diversas amnesias y llega al delirio en los pacientes con síndrome de Wernike-Korsakoff, cuya neuropatología, por deficiencia de vitamina B1 en alcohólicos crónicos, incluye lesión de los núcleos mamilares del hipotálamo. Estas anomalías proveyeron los primeros indicios cerebrales de la memoria.
Se debe valorar a Hermann Ebbinghaus (1859-1909) como pionero de la investigación psicológica sobre la memoria pues describió la curva del aprendizaje, al notar que un conocimiento concreto se adquiere lentamente al principio, luego aceleradamente y, finalmente, al aproximarse a la saturación, de nuevo con lentitud. Estudiando su propia habilidad para recordar palabras de tres letras sin sentido, definió la llamada curva del olvido y que, en su opinión, refleja cómo decae exponencialmente la huella cerebral. Esta huella recibió el nombre de engrama por un contemporáneo y coterráneo de Ebbinghaus, el naturalista Richard Semon (1859-1918), quien tomó, del griego, el término gramma, que significa letra, para designar la marca que se graba en “la sustancia irritable” del cerebro y se expresa en un cambio de conducta. Semon estaba convencido de un paralelismo psicofísico, según el cual, cada acto mental debe corresponder con un proceso neurológico y por ello concibió una marca física de lo que se aprende y recuerda.
Desde los estudios iniciales de la memoria, se utilizó el concepto de reminiscencia para significar un recuerdo evocado usualmente por el mismo estímulo. Un caso célebre y paradigmático de reminiscencia se encuentra magistralmente narrado en los momentos iniciales y finales de la crucial novela En busca del tiempo perdido de Marcel Proust (1871-1922). En Por el camino de Swann de 1919, el sabor de una magdalena evoca en el narrador una experiencia de su infancia y desata el torrente de recuerdos que nutren esta trascendental narrativa psicológica. En El tiempo recobrado de 1927, el tomo final y póstumo de la extensa obra, se repite la experiencia y lleva al protagonista al inicio de la historia. No parece infundado que algunos ensayistas, como Jonah Lehrer, consideren que varios descubrimientos en la neurociencia de la memoria fueran intuidos de manera introspectiva y narrativa por literatos del calibre de Proust.
Vayamos ahora a las teorías e investigaciones más destacadas sobre el engrama cerebral hasta mediados del siglo XX. La hipótesis inicial se le debe al fundador de las modernas ciencias del sistema nervioso, Santiago Ramón y Cajal, quien especuló que la memoria se debía al fortalecimiento y proliferación de las espinas que había descubierto entre las neuronas, denominadas “sinapsis” por Charles Sherrington. Usualmente se atribuye esta hipótesis al psicólogo canadiense Donald Hebb, quien, en 1949, la formuló de la siguiente manera: cuando el axón de una neurona A excita de forma repetida y persistente a la neurona B, tiene lugar algún crecimiento celular o cambio metabólico en las dos células, de tal forma que la comunicación entre ellas se hace más eficiente. Este cambio constituye un hecho empíricamente acreditado por investigaciones a las que llegaremos, entre las que destaca la del Eric Kandel en la liebre del mar y el fenómeno neurofisiológico denominado potenciación post-tetánica.
Ahora bien, aunque es un cambio necesario, el refuerzo de ciertas sinapsis no es suficiente para explicar la modificación de conducta que caracteriza al aprendizaje y la experiencia del recuerdo consciente. Es preciso invocar transformaciones a varios niveles de integración cerebral y Rafael Lorente de No, discípulo de Cajal, esbozó en 1938 que se establecen circuitos reverberantes entre neuronas particulares como posibles engramas de memoria. El sugerente término de “plasticidad cerebral” fue acuñado en 1948 por el neurofisiólogo polaco Jerzy Konorski (1903-1973) para calificar al cerebro como un sistema complejo que cambia y se reorganiza en el tiempo por las circunstancias y experiencias particulares.
En la primera mitad del siglo XX se empezó a tratar de identificar dónde se encontraba el engrama de un ítem de aprendizaje, mediante experimentos de conducta y lesiones del cerebro. Uno de los primeros en intentarlo fue el psicólogo estadounidense Karl Lashley (1890-1958), quien publicó sus primeras conclusiones en su libro de 1939 In Search of The Engram (En busca del engrama). Luego de múltiples experimentos en ratas, durante el aprendizaje de un laberinto y diferentes ablaciones del cerebro, Lashley concluyó que la memoria de esta tarea debía tener una extensa ubicación, pues observó una reducción del aprendizaje proporcional a la cantidad de tejido destruida. Postuló, además, que el engrama no está ubicado en un sitio concreto del cerebro, sino que es una función móvil, una idea contraria a la localización de los engramas de la memoria, sugerida por los experimentos realizados por Wilder Penfield en humanos, mediante estimulación eléctrica de puntos del lóbulo temporal y que evocan recuerdos singulares.
Otro tipo de evidencias sobre el sustrato cerebral de la memoria ha sido provisto por casos clínicos. El más célebre fue el de un paciente estudiado durante décadas por el grupo de neuropsicólogos de la Universidad de McGill, encabezados por Brenda Milner, nacida en 1918. Se trata de H. M., cuyo hipocampo fue extraído quirúrgicamente en 1953, para tratar su grave epilepsia. La epilepsia fue suprimida, pero H. M. perdió la capacidad de formar memorias de hechos, nombres o imágenes a largo plazo, aunque recordaba por periodos cortos. Sus recuerdos previos a la operación permanecieron intactos, así como otras funciones mnemónicas y cognitivas. De éste y otros casos ha sido posible inferir que el hipocampo del lóbulo temporal es necesario para la formación de memorias a largo plazo, pero que no es el sitio de almacenaje ni participa de la memoria operativa y de procedimientos. Es importante anotar que el hipotálamo y el hipocampo forman parte del sistema límbico, recién revisado, lo que asocia a las emociones con la memoria.
Volveremos sobre el engrama, con investigaciones y teorías relevantes de finales del siglo XX.
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