En las últimas décadas del siglo pasado tomó relevancia el concepto “correlato cerebral de la conciencia” para referirse al necesario fundamento nervioso de la actividad consciente. Esta relevancia se manifestó en una profusión de hipótesis por parte de diversos neurocientíficos para intentar explicar el elusivo correlato, el cual, de probarse satisfactoriamente, vendría a aclarar el cimiento natural de la conciencia. Las hipótesis tomaron dos formas, una localizada a cierta zona, núcleo, módulo o red neuronal del cerebro como responsable de la conciencia, y la otra difusa, por la interacción de varios núcleos, así como la definición de entradas y salidas de información a esa red. Uno de los primeros candidatos localizados fue el sistema reticular activador ascendente ubicado en el tallo cerebral y responsable de la activación o desactivación de la corteza cerebral. Sin duda, juega un papel esencial en el estado de alerta, en los mecanismos del sueño y la vigilia o los de la profundidad del coma, sin embargo, su función no incluye ni aclara los diversos estados o contenidos de conciencia, ni su naturaleza subjetiva.
En la década de los años 90 se postularon como zonas cruciales o responsables de las actividades conscientes a regiones tan diversas como áreas del lóbulo frontal o temporal, la corteza del cíngulo, núcleos particulares del tálamo y del hipocampo. Sin embargo, la idea de que la conciencia reside en un sitio del cerebro fue perdiendo credibilidad en favor de mecanismos nerviosos complejos y fueron prevaleciendo las hipótesis neurodinámicas que involucran a muchas regiones del cerebro, y a operaciones entre ellas, que conforman un sistema funcional complejo, dinámico y global. Una hipótesis temprana de este tipo fue elaborada desde los años 80 por Bernard Baars (nacido en 1946) bajo el título de “taller global” y que suele ser concebida mediante una elocuente metáfora dramática: el teatro de la conciencia. En este teatro de la mente hay un escenario donde ocurren las operaciones conscientes de un sujeto y que operan mediante la llamada memoria de trabajo, aquello que percibe, siente, piensa, imagina, planea, decide y actúa en tiempo presente. Sobre este escenario alumbra un reflector móvil que resalta la acción central: es el foco de la atención. Tras bambalinas hay un director de la obra (las funciones ejecutivas), el guion, el escenógrafo y demás operadores que no son conscientes, pero que juegan un papel central en su desarrollo. La audiencia está también oculta y se identifica como el yo que observa la acción, excepto cuando el sujeto tiene conciencia de sí, en cuyo caso se ilumina la platea. Baars ha dedicado mucho esfuerzo en ubicar cuáles mecanismos del cerebro participan en cada una de las instancias de su hipotético teatro. El modelo es didáctico, ingenioso y en buena medida verosímil, aunque se refiere más a los mecanismos cognitivos que a explicar cómo los que tienen lugar en el escenario, son conscientes.
Otra hipótesis neurodinámica merece una mención especial por haber sido apoyada en varios estudios empíricos y experimentales, se trata de la hipótesis de los 40 hertz. Para revisarla es preciso referir al biólogo inglés Francis Crick (1916-2004) quien junto a James Watson y Rosalind Franklin describió la doble hélice del DNA en 1953 y, por ello, recibió el premio Nobel de 1962. En la década de los 80 Crick sintió que la biología molecular ya no le ofrecía retos estimulantes y con notable audacia se abocó al estudio de la conciencia, por considerarlo el mayor desafío de la biología. Para ello, se asoció a Christof Koch (nacido en 1956), un neurobiólogo germano-estadounidense experto en la visión, y en poco tiempo produjeron una hipótesis novedosa sobre cómo surge en la conciencia la escena ante los ojos. Se conocía bien que las fibras nerviosas provenientes de la retina llegan a la corteza occipital luego de un relevo en el tálamo, pero no estaba claro cómo se integrara la imagen percibida, pues hay múltiples conexiones con otros módulos visuales especializados en características como colores, orientaciones, texturas, profundidades, etc. Con base en diversos experiementos, Crick y Koch propusieron en 1990 que los numerosos módulos visuales se enlazan funcionalmente descargando al unísono en una frecuencia electroencefalográfica de 40 hertz. La metáfora del suceso sería la de los múltiples instrumentos de una orquesta que, a pesar de sus diferentes ubicaciones, timbres y características, tocan la misma melodía a la misma frecuencia. Diversas investigaciones vinieron a afianzar el hecho de que los estados conscientes efectivamente parecen implicar una descarga enlazada a 40 hertz de diversos sectores del cerebro. El problema duro es definir cómo este hecho neurofísiológico unificado y extenso se convierte en una experiencia subjetiva, en un hecho consciente. Crick se convenció de que los dos hechos son uno solo, es decir, de la hipótesis de la identidad psiconeural formulada por diversos filósofos, y en un libro posterior la concibió como “una hipótesis asombrosa.”
Rodolfo Llinás, un polifacético neurocientífico nacido en 1934 en Bogotá, y actualmente radicado en la Universidad de Nueva York, no sólo obtuvo resultados experimentales consistentes con la hipótesis, sino especificó que el enlace es una sincronización reiterada entre el tálamo y la corteza cerebral, precisamente a 40 hertz. La conciencia sería discontinua por giros tálamo-corticales muy veloces que provocan una ilusión de continuidad de manera similar a una película de cine, donde se trata de fotos fijas que se suceden a 24 cuadros por segundo.
Otros neurofisiólogos concuerdan en que la conciencia requiere de una sincronía nerviosa a gran escala y que las redes de neuronas se vuelven sinérgicas y asociativas, operando en muchos sectores del cerebro. Destaca entre ellos el italiano Giulio Tononi quien, inicialmente, propuso un núcleo dinámico constituido por todas las regiones cerebrales que intervienen en la conciencia y por la configuración de actividad cambiante entre esos núcleos. La función integradora entre esos módulos fue la base para desarrollar una ambiciosa teoría de información integrada que propone una conexión profusa entre los módulos y de una gran complejidad en el procesamiento de la información, cuya integración se representa por la letra phi (Φ). El modelo es elaborado y atractivo, pero, como el resto de las teorías, aún poco concluyente. En su momento examinaremos la teoría del enjambre de actividad intermodular del cerebro que he depurado desde 1997 como correlato cerebral de la conciencia y que, como las teorías arriba mencionadas, subraya el dinamismo, la complejidad y la integración de la actividad cerebral, pero en este caso en forma de parvada o enjambre de actividad nerviosa.
En suma, se puede afirmar que la tendencia de plantear en cuáles regiones cerebrales reside la conciencia ha sido reemplazada por hipótesis que subrayan la integración y la complejidad de la información cerebral. Es probable que la actividad nerviosa circunscrita en un solo módulo no sea consciente y que las funciones mentales superiores, en particular la conciencia, requieran de una función dinámica de enlace entre múltiples zonas cerebrales. Estas ideas han conducido a estudiar de una manera muy activa la red de enlaces entre las diferentes partes del cerebro, en especial en un ambicioso proyecto para llegar a establecer el así llamado conectoma humano.
El correlato cerebral de la conciencia ha tenido un importante progreso hacia finales del siglo pasado, pero subsiste una brecha entre los procesos nerviosos y los procesos conscientes, pues no se vislumbra cómo se corresponden estos dos hechos. Dado el avance en la investigación y la teorización en los dos campos, el desafío de la experiencia subjetiva a la neurociencia es cada día más acuciante.
Los contenidos de la columna Mente y Cuerpo forman parte del próximo libro del autor.
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