Lima: un compromiso anticorrupción

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Los esfuerzos contra la corrupción pueden ser estrangulados por la burocracia.

El autor.

La desairada —otra más— Octava Cumbre de las Américas, convocada la semana pasada en Perú por la Organización de los Estados Americanos (OEA), versó sobre la gobernabilidad frente a la corrupción. No obstante su grisura, el Compromiso de Lima da pauta para compartir algunas reflexiones relacionadas con este fenómeno.

El Compromiso enfatiza los valores democráticos y cívicos de toda sociedad como elementos de convivencia que se ven vulnerados. Plantea, como instrumentos de combate, la transparencia, la participación organizada de la sociedad y la prevención a ese lastre. Cada uno de ellos enfrenta obstáculos en sus alcances e implementación, toda vez que su puesta en marcha difícilmente puede obedecer a “recetas” o seguir “experiencias exitosas” provenientes de otras latitudes.

La democracia tiene el propósito esencial de poner bajo el control social al poder; aquél a cargo del Estado y el de otros poderes menos protagónicos: los fácticos. Por ello, la transparencia debe concebirse como una política integral, efectiva, para regular el funcionamiento sistémico de la sociedad y controlar al gobierno.

En cuanto al control a cargo del Estado, es necesario evitar su burocratización. El aumento y diversificación de órganos de control puede desviar la atención de las funciones sustantivas y conducir, eventualmente, a la paralización del aparato público.

Habríamos de considerar el volumen de informes que requieren distintas unidades de regulación y control de todas las instancias gubernamentales. Un ejemplo: siete instituciones concurren al Sistema Nacional Anticorrupción, sin que hasta el momento se aprecie con claridad cómo se van a coordinar. Me pregunto cuáles responsabilidades operativas van a asumir y los límites de actuación de cada organismo.

El personal y la infraestructura dedicados al control han crecido exponencialmente en los últimos quince años. Dado que la corrupción ha venido en aumento, en México y en otros países latinoamericanos, estamos todavía lejos de percibir la utilidad de los resultados.

El interés general se identifica en los servidores públicos y en los representantes populares, custodios de ese valor. Todos recordamos que las cualidades de un servidor público son el conocimiento, la experiencia, la probidad, la cooperación y la solidaridad social. Los funcionarios, elegidos o designados, deben sustentar su actuación en el mérito. Es preciso concientizar acerca de la alta responsabilidad que se pone en sus manos desde su ingreso al sector público, durante su desempeño y desarrollo, hasta su separación. La profesionalización es ineludible para las instituciones públicas y los partidos políticos, en tanto entidades de interés público.

Todavía hay vacíos en materia de impulso a la transparencia y al derecho a la información en el orden social. Ocasionalmente, el ejercicio de la libertad de expresión suele confundirse con el libertinaje en los medios de comunicación y en las redes sociales. No se trata de limitar las libertades, sino de responsabilizar de los efectos de una acción inmoral. En consecuencia, un código de ética debe manifestar un cabal profesionalismo con apego a los hechos.

La participación social, elemento constitutivo de la gobernabilidad democrática, materializa la apertura, siempre y cuando se sustente en propósitos genuinos. Sin embargo se ha abusado de ella en el discurso, por lo que su valor se ha relativizado.

Cumbre Américas

La estrategia de “ciudadanización” de instituciones públicas responde primordialmente a intereses partidistas o económicos, eventualmente encubiertos con los de tipo académico. Las altas expectativas sobre el desempeño ciudadano se han visto frustradas ante las presiones y la manipulación de que han sido objeto, así como por la actitud acomodaticia de algunos depositarios de la confianza pública.

Agotadas todas las medidas preventivas y a condición de contar con evidencias suficientes y contundentes, judicializar es el último recurso.

Se generan dos percepciones con la publicidad a priori de los casos: una, que se protege el interés público, lo cual es positivo; y otra, de que al final de cuentas, no se castiga a los presuntos responsables, que ya fueron “enjuiciados” por la opinión pública, lo cual afecta la confianza y la credibilidad.

Acudir al proceso judicial puede resultar contraproducente. Basta identificar alguna falla en la integración de expedientes para invocar recursos legales que vuelvan nugatoria la imposición de sanciones y con ello se abone a la impunidad.

La corrupción por omisión no fue abordada en Lima. El dejar hacer o dejar pasar actos lesivos al interés público, sea por conveniencia política o económica, en connivencia entre quienes encabezan las instituciones públicas y los poseedores del poder fáctico.

Cuando se configure un delito, lo conducente es establecer, además de la pena al imputado, una sanción institucional que se refleje en una merma presupuestal, por el clima de permisividad y laxitud en la supervisión de sus funciones y operaciones.

Un país con sus instituciones públicas, privadas y sociales, funciona de acuerdo con los principios democráticos cuando su liderazgo posee autoridad moral; cuando por su historia y acciones así se acredite: gobernar con firmeza y probidad, con congruencia entre el decir y el hacer, dar a conocer objetivamente los resultados de la acción gubernamental con información suficiente, confiable y, sobre todo, verificable por la ciudadanía.

Como se manifestó en la Cumbre de Lima, es plausible continuar la lucha contra la corrupción. Debe evitarse utilizarla como pretexto para burocratizar más al Estado o como insumo de la demagogia.

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