Instrucciones para una Muerte Feliz: la Consejera

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Sinopsis:

Mayra, una mujer que tiene los días contados debido a una enfermedad terminal, organiza a su familia para encaminar los preparativos logísticos, legales y personales de su muerte. El esposo y las hijas, al despedirse de una forma lenta y velada de esta mujer con cada disposición, intentarán aclarar las cuentas del pasado y restablecer los vínculos rotos.

                                                                                                                          

Caminaba por la Librería Gandhi de Miguel Ángel de Quevedo con la firme convicción de gastar mi dinero. Ese día me habían pagado y tuve el impulso de ensanchar mi biblioteca personal con “La Mujer Nueva” de Carmen Laforet. No obstante me perdí al leer los títulos de los libros que encontraba a mi paso; no sé por qué recordé la recomendación de un amigo metido en un riguroso entrenamiento místico-religioso-espiritual: “El Libro Tibetano de la Vida y de la Muerte” de Sogyal Rimpoché.

Mi amigo estaba en esas andadas después de haberse divorciado, perder su trabajo y bajar 10 kilos en menos de un mes. Lo veía de mejor ánimo en esta nueva faceta; lo percibía más entusiasmado ante todas las circunstancias adversas. Un poco por curiosidad y otro poco por morbo compré ese libro. El ticket de compra tenía una cantidad entre 300 y 400 pesos.

Lo comencé a leer y no entendí absolutamente nada. Me autoconvencía en seguir con la esperanza de entender en la página 349 lo que no pude descifrar en la 56; de comprender en la 468 lo críptico de la 79 y así hasta la náusea. Recuerdo muy bien una frase (y cito tal cual): “… la vida y la muerte existen en la mente, y en ningún otro lugar. La mente se revela como la base universal de la experiencia; es la creadora de la felicidad y la creadora del sufrimiento, la creadora de lo que llamamos vida y de lo que llamamos muerte”. Todavía recuerdo cómo releía y releía ese párrafo por su belleza poética.

Este argumento me hechizó. Era evidente que dentro de la hermosa línea de palabras había algo más profundo, más revelador. Mi proeza con “El Libro Tibetano…” terminó a los veinte días. Me cansé de no develar el mensaje oculto. Lo cerré y ese libro quedó arrumbado como otros cuantos. Cinco años después muere mi padre y uno después  mi abuela materna.

Eran mis primeras muertes cercanas. No era un asunto en “tercera persona”; me estaba pasando a mí. Experimenté un dolor como nunca lo había vivido. Pero, sobre todo, no creí vivir una sensación de vacío hasta ese momento. Lloré lo que socialmente se espera llorar, seguí con mi vida cotidiana, regresé a trabajar, salí con mis amigos, volví a poner música sin sentirme culpable (ja) pero ya no era el mismo. Pedí ayuda personal y profesional para que el moretón poco a poco bajara la intensidad.

Ver a mi padre y abuela en un ataúd puso sobre la mesa esta sensación (no idea, sino sensación): un día voy a morir. Yo. Lo que sea que eso signifiqué. Moriré. Y como todos. Unos antes, otros después. Moriremos. De ese momento cuando me informaron del fallecimiento de Jorge y Aurora hasta hoy creo que el teatro, como lo han dicho muchos autores y teóricos, nos debe recordar esto. Moriremos. Irremediablemente.

Siete años más tarde compro un boleto para ver “Instrucciones para una Muerte Feliz” con Susana Alexander quien participa como actriz principal y directora. Me senté en la butaca con la intención de disfrutar un experiencia enmarcada sólo en lo teatral y, para mí sorpresa, el montaje tocó botones bien personales. He escuchado en varias entrevistas a Susana decir “es una comedia” y me encanta cómo enfatiza esta característica para no asustarnos al trabajar un texto donde la premisa central es la muerte.

Reí como loco y confieso haberlo hecho en los momentos más incómodos (esos donde todo mundo guarda silencio sepulcral). Para colmo estaba solo en la primera fila, en la butaca central, y todo mundo sabía quién rompía la impuesta solemnidad. Pero también me sacudió fuertemente. Al regresar a mi casa lo primero que hice fue ponerme a buscar por todo mi estudio “El Libro Tibetano…”, quitarle el polvo acumulado por los años y buscar como loco la página donde leí esa frase enigmática. La 77. Era la 77: La mente… la creadora de lo que llamamos vida y de lo que llamamos muerte”.

No sé si Mariana Garza, Sophie Alexander-Katz y Javier Díaz Dueñas, quienes completan el elenco, sean conscientes de la trascendencia de este proyecto.  Y no sólo por representar uno de los textos más audaces en torno a la muerte sino por compartir escena con uno de los tesoros nacionales de este país: Susana Alexander.

Podría gastarme líneas y líneas en hacer referencia a lo evidente: ella es una de las mejores actrices de México; podría desgarrarme las vestiduras en decir que este montaje está a la altura de los grandes montajes en el panorama internacional si me aferro a comparar nuestro gremio con el de los epicentros teatrales. Pero, en esta ocasión, quisiera escribir de Susana sin sus títulos nobiliarios.

Yo la veía en escena, recordaba todos los montajes en los que la había visto (por cierto uno de ellos en ese mismo espacio, en el Rafael Solana) y me preguntaba qué la motivaría a seguir haciendo teatro. Y, entre escena y escena, cuando yo me recuperaba de las sacudidas, dilucidaba una razón fuera de lo propiamente actoral o teatral. Cuando  se acabó la función, Susana dio unas palabras dirigidas al público; la voy a parafrasear: “gracias por el milagro de su presencia”.

Ahí caí en cuenta el por qué es una actriz única y memorable: ella, más allá de una técnica, más allá de un texto, más allá de un montaje, comparte una pasión por vivir. Por eso es incansable, indomable. No podrías dedicar toda tu vida a trabajar sobre un escenario sin amar la vida, ni tener un auténtico interés por la experiencia humana. Susana en todas las funciones que ha dado en su vida nos ha dicho qué se siente estar vivo. Con lo bueno y lo malo. Con lo luminoso y oscuro. Con lo deseable y detestable.

Por eso, “Instrucciones para una Muerte Feliz” tiene una relevancia particular: una actriz con esta gran pasión interpreta una obra donde nos recuerda que nos vamos a morir y, por supuesto, no en un sentido fatalista, sino con el afán de aprovechar este momento porque no sabemos si vamos a tener otro. Si no fuera suficiente quisiera destacar tres razones poderosísimas por las cuales el montaje es imperdible.

El primero de ellos radica en la pertinencia del texto para una cultura como la nuestra. Los mexicanos, en rasgos bien generales, hablamos de la muerte a diestra y siniestra, es más, nos creemos temerarios y nos burlarnos de ella; sin embargo, somos incapaces de agarrar el toro por los cuernos y realmente dejarnos tocar por ella. En cada supuesta afrenta que le hacemos a la muerte realmente le damos la vuelta. Estamos en la mera frivolidad cuando tratamos de hablar del tema.

Porque al final no nos deja de doler menos ni encontramos recursos para saber qué hacer con ese dolor. Laura Wade, la escritora de origen inglés, es implacable al tocar la muerte; escapa de cualquier recurso melodramático para construir cada una de las escenas. Todo lo que como mexicanos evadimos en nuestro prontuario colectivo en torno a la muerte, Laura nos lo sirve a la mesa. No hay concesiones y me encanta cómo el texto atrapa al espectador en sus propias contradicciones.

En un segundo punto, la adaptación de “Instrucciones…” hecha, si no me equivoco, por la misma Susana Alexander, acerca a estos personajes sumamente ingleses, en el sentido de ser incapaces de compartir sus emociones, a las audiencias inscritas en la cultura mexicana donde sí nos importa hacerlo. Susana, para lograrlo, apuesta por una dialogación que empata con una clase media y tiene el acierto de entonar el montaje, como directora, en una comedia sin violentar el espíritu de la obra.

La última razón por la cual la obra es relevante es todo el trabajo del ensamble actoral. Susana se hace acompañar de actores experimentados que echan a andar la máquina de un Ferrari. Todo esto se nota en las sutilezas. Yo estaba sentado en la primera fila y pude ser testigo del extraordinario trabajo de miradas de cada uno de los intérpretes -qué bárbaros-; por otro lado, la irradiación de los estados ánimos es algo que va más allá del escenario y toca a los espectadores.

            “… creadora de lo que llamamos vida y de lo que llamamos muerte”. El teatro nos devuelve la fragilidad. Nos calma de esta lucha encarnizada por conseguir “algo”. Por cambiar “algo”. Un día moriré y más me vale seguir el ejemplo de Susana: no-pierdas-tiempo. Tal vez todas las páginas de  “El Libro Tibetano…” me tratan de decir que vea a la muerte como una consejera. Una que me guía al caminar por la librería, recordar un amigo, dejarme tocar por la muerte de alguien querido, comprar un boleto de teatro, desempolvar un libro. Una muerte que no sea un fin sino un inicio.

 

Traspunte

Cuando Cate Blanchett interpreta a Chéjov pasa esto: https://www.youtube.com/watch?v=kKbIC6dS8kI

 

“Instrucciones para una Muerte Feliz”

De: Laura Wade

Dirección: Susana Alexander

Teatro Rafael Solana (Miguel Ángel de Quevedo 687, Barrio del Cuadrante de San Francisco)

Viernes 19:30 hrs., sábados 18:00 y 20:30 hrs., domingos 18:00 hrs.

 

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