Di sí al Halloween

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“Di no al Halloween”, se oye periódicamente: “Que no nos roben nuestras tradiciones”. Pero, ¿cuál es el fondo del desprestigiado Halloween y es cierto que compite con nuestras tradiciones?

Halloween no fue concebido por el consumismo americano para vender dulces, ni es una fiesta que raya en lo satánico, como nos hacen creer las películas que llevan su nombre. En realidad, surge de una tradición celta ligada a los ciclos de las cosechas y a la vida después de la muerte. La fecha coincidía con el inicio del otoño, cuando los días se acortan y la tierra empieza a entrar en una época de letargo. En tiempos remotos, las noches largas implicaban pasar muchas horas resguardados del frío y de la oscuridad del exterior. Los ruidos de la naturaleza se mezclarían con el crepitar del fuego en las casas, donde se contaban historias para pasar el tiempo. Los relatos de miedo ocupaban un lugar importante: eran una forma de alertar a los jóvenes acerca de los peligros del bosque. De esas largas veladas a la luz del fuego surgieron leyendas que se han ido modificando.

Los celtas vivían en armonía con la naturaleza. Para ellos, la caída de las hojas en otoño significaba el inicio de una nueva vida. Su calendario estaba dividido en luz y oscuridad. El 31 de octubre se despedía a Lugh, el dios del Sol, para recibirlo de nuevo el 1 de mayo.  La costumbre de dejar ofrendas afuera de las casas coincide con la prehispánica; como en ésta última, su función era recibir a las ánimas y ayudarlas en su camino hacia la morada de los difuntos, no hacia la oscuridad, sino hacia la luz. Por eso, entre las ofrendas, los celtas también encendían velas.

Pero no todo era fácil ni todas las ánimas eran buenas en la Irlanda de aquel entonces, en donde Halloween estaba especialmente arraigado: los disfraces eran una manera de confundir a los malos espíritus, de ahí que algunos inspiraran miedo. Sin embargo, por ser una festividad alegre, también era válido que los hombres se disfrazaran de mujeres y viceversa para salir a pedir comida a cambio de no hacer pequeñas bromas.

Las tradiciones son menos rígidas de lo que parecen: se adaptan a los cambios, fluyen, se mezclan. Ahora en México es común ver a familias enteras “pidiendo Halloween.” Algunas incluso contratan camionetas con amigos para ir a zonas de la Ciudad de México que abren sus casas para repartir dulces. Los disfraces son variados. Podemos encontrar desde un pokemón hasta un diablo con cola de triángulo. Y, en contra de lo que nos muestran en las películas de terror, el ambiente se siente seguro. Caminar de noche en familia es raro en esta ciudad y, para los niños, emocionante. Es verdad que los altares de muertos son cada vez más ecléticos y que en ellos conviven las calabazas -cuya historia merece un texto aparte- con las calaveras de azúcar, pero el consumismo ha hecho que Santa Claus y el niño Jesús también convivan y que ya no sepamos si estamos comiendo rosca de reyes o pan de muertos. Desde mi punto de vista, en lugar de decir no al Halloween, sería más interesante que los niños conocieran el origen de la tradición.

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