Monstruos

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Siempre sucede cuando más apacible me encuentro, cuando la migraña que padezco desde que tengo conciencia me aqueja de sobremanera sin aviso previo. En cuanto pienso que los monstruos han desaparecido, que mis pesadillas esquizofrénicas se han difuminado por completo, la terrible imagen de seres abominables aparece frente a mis ojos. Sin preámbulo alguno el temor invade mi cuerpo, mi entorno se obscurece de tal forma que la luz parece no penetrar el submundo en el que de pronto me encuentro.

Seres sin rostro de tono grisáceo me rodean, deambulan de manera sistemática de aquí para allá, están impedidos para cambiar su rutina, suben y bajan escaleras, se transportan de manera masiva sin destino fijo; ¡ellos no viven, sobreviven! Sin embargo, estos deplorables entes dan la impresión de que alguna vez fueron humanos, que más allá de su tecnificada vida algunos tenían conciencia.

En este submundo todo marchita, el ambiente hiede a podredumbre, la miseria es tan atroz que cualquier intento de sacar de su perpetua pobreza a estos entes se difumina junto a su rostro. Esta tierra en la que camino sin esperanza alguna solo me provoca nauseas y melancolía; pues su barbarie ha llegado a tal grado que el canibalismo parece ser una practica común para sobrevivir.

Como bestias, los seres grisáceos se aglomeran en manadas, tienen ritos y un lenguaje extraño que corta de tajo cualquier expresión que refiera a un rasgo de humanidad. En cuanto se reproducen envenenan a sus crías para condenarlos a la miseria absoluta. No hay posibilidad alguna de erradicar su precaria condición, su dinastía esta condenada a un modo de vida indigno, una vida que se desvanecerá en las tinieblas.

Para estos monstruos no hay satisfacción más grande que la avaricia, la lástima y la ufanía de una vanidad sin sentido. Se destrozan unos a otros por metales oxidados que solo provocan el tétanos. Otro más recurren a segregar una especie de lágrimas (pues éstas no vienen del alma sino de sus instintos) para cosechar un poco de alimento que tragan sin satisfacer su voraz gula. La mayoría desea imperar sobre su vecino, los sobaja para sobresalir de la muchedumbre.

Mi desventura en esta tierra es variable, en ocasiones siento lastima por estos monstruos; misericordia que se esfuma al recordar que ellos fueron los que se condenaron a tan repulsiva existencia. Me mareo y desvanezco, con el tiempo me he percatado que la introversión es el antídoto para soportar mi estancia en este mundo aterrador.

Trato de mimetizarme, oculto mi rostro humano bajo una máscara gris que me asfixia cada día más. Estos monstruos no tienen idea de lo que un hombre es capaz de hacer para dar la impresión de “normalidad”, para no ser devorado. Mientras permanezco en aquella distopía me doy cuenta de su escasa noción de trascendencia, alaban deidades por herencia, cubren a sus muertos de un regocijo incauto que los lleva a mutilarse con sus afilados colmillos, todo se reduce a la autodestrucción.

El clímax del terror llega cuando se dirigen a mí, cuando debo estrechar sus garras que solo transmiten miseria. He aprendido su idioma, su caminar y su abrupto tragar; con cada bocado me repugna estar en sus mesas compartiendo la carne descompuesta y su vino amargo que ven como banquete, el cual, tiene un sabor parecido al de la sangre humana. Su sentido del gusto al igual que su visión es acotada, para ellos el submundo es parte de una condición que se debe perpetuar; está prohibido si quiera soñar con salir de aquellas cavernas que llaman hogar. Su voluntad es diminuta, todo para estos monstruos se basa en la fortuna, se repiten una y otra “así nos tocó vivir”.

El miedo que me invade es cada vez más latente, cada día le temo en mayor grado a estos monstruos, me intimida la idea de convertirme en uno de ellos. “Semejante” es la palabra con la que envenenan a los que aun no han perdido su rostro. Los monstruos tienen el arma de la falsa igualdad, la equidad terminará por difuminar mi humanidad.

¡De pronto todo se esclarece! Recostado en mi cama pienso en lo tortuoso de mi día, temo por mi vida y por la de mis seres queridos, temo que esta penumbra termine por infiltrarse en mi hogar. Al día siguiente me predispongo de nueva cuenta a adentrarme al submundo, me pongo mi máscara, ¡me pregunto si algún día veré el alba!

Carlos Ramírez           

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