Música para nuestra historia (Segunda parte)

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¿Podemos conocer a una sociedad por sus ruidos? Aunque la música nos haga percibir el mundo desde su inmediatez, ninguna música ha sido construida fuera de una intencionalidad histórica precisa. Como plegaria o invocación en el ritual; fuente de energía para el trabajo en los cantos marineros o de labranza; diversión en la fiesta; noticiero en el romance y el corrido; instrumento pedagógico en la canción infantil; o vehículo ideológico en los himnos y algunas corrientes de canción, la música es siempre un fenómeno social. Lo común en todos los casos es su múltiple valor de uso: es un fármaco catártico o tranquilizante a base de ruidos; depósito de contenidos emotivos asociados a una identidad; medio de comunicación y; forma de socialización, de integración y exclusión, de identidad y pertenencia.

Si la música alimenta estados emotivos que conllevan actitudes frente a la realidad representada en un orden sonoro, el valor y significado que le otorgamos no reside solamente en su expresión acústica, que es su manifestación física, sino en lo que se dice de ésta: su narrativa.

Por medio de su narrativa, la música contribuye a moldear fenómenos no musicales en distintos ámbitos de la cultura, desde la moda hasta la guerra, desde el placer hasta las luchas sociales. Pero, ¿cómo se relacionan los códigos musicales con la identidad y el sentido de pertenencia en los individuos? ¿Es una cuestión del gusto simplemente? Si la relativa homogeneidad del gusto en los sectores y campos sociales es un mero accidente tal vez no haya mucho que indagar, a menos que nos preguntemos por la generalización y la continuidad del accidente.

Solemos decir que una canción es “buena” o “mala” para decir “me gusta” o “no me gusta”, pero cuando tenemos que explicar el porqué, recurrimos a una serie de adjetivos para calificar una obra, sea por la complejidad o simplicidad de su factura, por lo “bonito” o “feo” de su voz, por lo “poético” o “grosero” de su lírica, o por la ideología y el campo social del artista o su público. En algunas ocasiones se juzga “bueno” algo que realmente no agrada, como cuando alguien acude catrinescamente a oír una orquesta sinfónica, quedándose dormido antes de llegar al tercer movimiento, pero al salir, se alegra con la canción de moda en la radio, a la que, sin embargo, considera música mala o inferior.

La escalera clasista que hay entre la música llamada “culta” y la “popular” suele ser resbalosa. La absorción de los músicos y sus obras por parte de las industrias culturales ha disociado los géneros y estilos de sus orígenes históricos, disociando también a los públicos, transculturandolos a veces y aculturandolos comúnmente. Como ejemplos tenemos el tango, el bolero, o el jazz, géneros de origen arrabalero que hoy han llegado a ser expresión de refinada cultura.

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