Llama la atención que el franco apoyo de López Obrador al T-MEC, ha dado lugar a simplones comentarios sobre paralelismos y convergencias entre el “satanizado” neoliberalismo de Carlos Salinas y el gobierno “transformador” de López Obrador, como si éste estuviera cayendo en lo mismo que aquel, en flagrante contradicción ideológica y política.
Hay quienes creen que la marca del neoliberalismo es el libre comercio y que al haber sido Salinas el gran impulsor de la apertura comercial, López Obrador se identifica con ese pasado al defender el T-MEC que fue negociado por Enrique Peña Nieto. Un columnista respetable como José Antonio Crespo llegó a sostener que López Obrador, si fuera congruente, tendría que cerrar al país comercialmente.
Nada que ver la 4T con el neoliberalismo ni contra la apertura comercial. Tiene otros problemas, muy serios algunos, pero no de identidad con el neoliberalismo; lo que inauguró esa política global no fue el comercio libre (que en la práctica, no hay un solo país desarrollado que lo cumpla), sino el haber puesto las libertades económicas por encima de la democracia.
Fernando Escalante lo explica bien en su Historia mínima del neoliberalismo (Taurus): “la preocupación central del neoliberalismo ha sido impedir que los derechos políticos que otorga la democracia liberal, llevara a las sociedades a exigirle al Estado que actuara contra las desigualdades mediante un mayor gasto en mejores servicios públicos de salud, educación y seguridad social”.
El neoliberalismo se levantó en contra del Estado benefactor europeo de la postguerra y, mediante el FMI y el Banco Mundial, se hizo extensivo a América Latina, actualmente envuelta en agitadas manifestaciones sociales que reclaman mejores servicios públicos, y que el Estado rediseñado, como el chileno, no tiene con qué responder.
La idea básica del neoliberalismo acerca del Estado es que hay derechos como el de la libertad y la propiedad que están por encima de la autoridad política, los cuales corresponden al orden del mercado y deben ser protegidos por el estado de derecho.
La erosión de las capacidades regulatorias del Estado era indispensable para elevar las libertades económicas por encima de cualquier pretensión –social o política– de atemperar las desigualdades que produce el mercado y que hoy, a 35 años de neoliberalismo, son el mayor obstáculo al desarrollo económico global.
El mercado produce desigual distribución del ingreso, por definición. Si se da prioridad a las libertades económicas, poniendo al mercado y el mecanismo de los precios fuera del alcance de la política significa, primero, que hay que admitir que seguirá habiendo desigualdad y, segundo, que cualquier intento por corregir sus causas distorsiona el buen funcionamiento de los mercados. Las desigualdades sólo son corregibles en sus efectos, no en sus causas.
La transición, o si se prefiere, la transformación del régimen por la que atraviesa el país, reivindica la política y las demandas sociales, y se propone acotar el excesivo poder que adquirieron algunos grupos al amparo del neoliberalismo, sin negar el orden del mercado. La circunstancia es inédita y requiere debates de altura en los espacios tradicionales de los cuales se dispone y en los que la propia sociedad va generando.