La máquina, esa gran metáfora. Al lado del árbol, la máquina es esa otra gran metáfora con la que la Edad moderna ha intentado definirse a sí misma.
Como con el árbol, las partes que componen una máquina se han desplazado a través de un vasto mundo de significaciones.
De larga data e intenso trayecto es el recorrido que la historia del occidente moderno ha hecho a través de su fascinación (y contra fascinación) por las máquinas.
No hay campo de la vida productiva en el que la carrera hacia la construcción de máquinas cada vez más eficientes, silenciosas, útiles, no haya sido un acicate de la continua transformación que la propia condición de lo moderno implica.
Al lado, su correlato. De Frankenstein a Tiempos modernos de Chaplin, pasando por esa palabra de origen checo, Robot, que justamente significa servidumbre.
Las distopias son el engrane dentro del engrane mayor. Fascinación y terror. Sensación de dominio y delirio de acechanza.
En su versión de expoliadoras de la voluntad, de seres que alguna vez cobrarán vida por sí para revertirse a sus creadores, se remece la advertencia de que la Inteligencia cibernética se dirige a arrebatarle a lo humano justamente su condición de seres pensantes.
Sobre el sendero opuesto, se constituyen los esfuerzos de científicos y desarrolladores para consolidar los avances en materia de computadoras controladas directamente desde el cerebro humano.
Una persona sin movimiento atada a una silla de ruedas de manera permanente, y con movilidad reducida en las manos, podría encender el televisor, hacer una llamada o controlar su silla de ruedas, sin requerir de la voz como interface.
No sólo eso. Aunque se vea hoy un tanto lejana, está ahí la posibilidad de que estos desarrollos impacten sobre las capacidades cognitivas del cerebro de una persona que ha sufrido un accidente cerebrovascular o con capacidades motoras severamente restringidas.
Recupero en este contexto, partes de un largo trabajo que ha preparado la Consejería para la Innovación, de la Comisión Europea.
Tres elementos se constituyen como ejes centrales de este proceso de mejora continua de las interfaces entre cerebro y computadoras: entrenamiento de usuarios, procesamiento de datos y la relación entre cráneo-cerebro-computadoras.
“Hay dos tipos principales de BCI: no invasivos e invasivos”, explica el Dr. Fabien Lotte, director de investigación de Inria Bordeaux-Sud-Ouest en Francia.
Durante no poco tiempo nos hemos acostumbrado a ver esa suerte sombreros de nodos y cables, las versiones no invasivas más comunes, diseñadas para medir la actividad cerebral y llevar esos datos al cerebro.
Las BCI invasivas, en cambio, son desarrollos más delicados y, en cierta medida, más fascinante, pues se trata de sensores colocados dentro del cráneo; ámbito que está explorando, entre otras, Neuralink, iniciativa a cargo del conglomerado del que forma parte Tesla.
En cualquier caso, advierte Lotte, “no sólo necesitamos buena tecnología, también necesitamos usuarios bien capacitados”, expresa el también líder del proyecto de investigación llamado BrainConquest, que diseña una mejor capacitación para usuarios de BCI no invasivos.
La idea de Lotte, su originalidad, encuentra en otro planteamiento novedoso, el del Dr. Aaron Schurger, un complemento por demás interesante.
Profesor en la Universidad Chapman en Estados Unidos, a Schurger le gusta subrayar las enormes cantidades de datos que usa la meteorología, con la necesidad de modificar la manera en que se trabaja en las interfaces cerebro-computadora.
Lo que Schurger propone es pasar de una recopilación de datos centrada en el momento justo antes de que el usuario haga un movimiento, a una recopilación mucho más amplia que incluiría cuando el cerebro está “en reposo”.
Aun así, el investigador considera que la ciencia ha pasado demasiado tiempo estancada y que es momento de dar un salto cualitativo de grandes proporciones, entrar al cerebro.
Las consideraciones que implica la perforación del cráneo y la instalación de dispositivos dentro de las personas son claramente aún muy amplias, y la tecnología poco desarrollada aún.
No obstante, lo que queda claro es que tarde o temprano llegaremos a una etapa avanzada de las interfaces llamadas invasivas; es decir, a contar dentro del cráneo con dispositivos como los que ahora se tienen en el corazón, por ejemplo.
Hoy es posible ya que pacientes que han sufrido accidentes cerebrovasculares con solo pensar un acción vean mejoras en las zonas dañadas de su cerebro.
Mucho más pronto de lo que podemos imaginar, se anuncia, profesiones con altas cargas de tensión, como cirujanos o pilotos, podrán tener información sobre el grado de cansancio de su cerebro y regularlo.
El desarrollo de interfaces cada vez más precisas entre cerebro y máquinas, nos coloca, de paso, frente a la posibilidad de reivindicar un viejo y sabio axioma filosófico: pensar es un hacer.
Pensar no es la antinomia de hacer; sino una forma del hacer específica, un hacer que, además, como todo hacer, transforma la realidad física del mundo.
Lejos de estar en riesgo, el pensamiento, esa cualidad radicalmente humana, tiene, frente a las interfaces entre cerebro y computadoras, un horizonte brillante.
Eso sí, hay que estar dispuesto a pensar.
Y no todos; no siempre.
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