Hay encono entre detractores y defensores de López Obrador, escribió ayer Enrique Quintana en su columna de El Financiero, aversión mutua que rebasa los niveles de una contienda política que estuviera basada en las diferencias de opinión, de visión y de valores.
Como escribió también ayer Blanca Heredia en el mismo periódico: la única manera de explicarse a “López” entre sectores privilegiados, norteamericanizados en su visión del mundo, es volviéndolo un loco ignorante y, en especial, un hombre enfermo de poder.
La política se está convirtiendo en un campo de guerra irracional, aún a sabiendas de que una extrema polarización ideológica impide la construcción de los acuerdos necesarios para resolver los graves problemas económicos y sociales que tenemos.
Partamos de tres premisas: un cambio de régimen supone acuerdos y si éstos faltan, surge la posibilidad de dictadura; dos, si a la 4T le va mal y fracasara en lo sustancial, nos va peor a cada mexicano, a ricos y a pobres; tres, hay riesgos de fracaso en aspectos sustantivos de la estrategia de gobierno sobre los que simpatizantes y detractores deberíamos poner mayor atención y asumir responsabilidades.
Un riesgo mayor es que la separación del poder del Estado y el del sector privado, al tratar de evitar que haya influencias predominantes de intereses particulares en el diseño de la política pública, evasión fiscal y corrupción como hubo en casos importantes, se provoque una reacción del empresariado más allá de los intereses afectados.
La 4T implica más recaudación de impuestos, políticos honestos y empresarios responsables que inviertan con visión de largo plazo. La posibilidad de progreso de un país está directamente relacionada con la capacidad de sus élites para conducirlo y, como parte de éstas, de la clase política y del empresariado.
El riesgo es que entre el empresariado nacional se generalice la noción de “desconfianza” en López Obrador y no tengan lugar las grandes inversiones productivas y en infraestructura que requieren la generación de empleos y el fortalecimiento de las finanzas públicas.
El otro gran riesgo es que por falta de inversiones privadas y de recursos públicos, fracase la política social y suceda que el dinero que llega directamente a individuos y familias pobres no tenga efectos sociales, ni generen condiciones económicas de desarrollo sostenido.
Si ese dinero está generando un progreso superficial y sólo promueve el consumo, pero no incentiva inversiones productivas, no tendrá los resultados esperados y el desastre social será mayor cuando se terminen esas rentas a jóvenes, campesinos, madres solteras y ancianos.
Las políticas de López Obrador no están dirigidas a cambiar el modelo económico, sino a desbloquearlo de trabas como la excesiva influencia de grupos económicos, la evasión fiscal, la corrupción (incluido el auge del crimen organizado) y las desigualdades sociales. Tiene suficientes enemigos entre quienes han sido o serán afectados, cuyo perfil es claramente identificable.
Más difíciles son los enemigos cuya aversión al presidente los lleva a reproducir irreflexivamente cuanto señalamiento, acusación o burla contra López Obrador les llega por redes sociales, sin más argumentos que su “presencia, sus dichos, sus acentos, su imagen” les molesta.
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