Cuentan las abuelas que hace muchísimo tiempo, en unas tierras ya olvidadas, había dos ciudades gemelas separadas por un intrépido río. Las aguas marcaban la frontera de las ciudades hermanas. Dicen que hace todavía más del muchísimo tiempo, estas dos ciudades eran hermanas de verdad, separadas por el mismo río, sí, pero hijas del mismo país.
Una de ellas se fue haciendo más rica y la otra más pobre. La gente de ambas ciudades se siguió queriendo igual que cuando ambas eran hijas del mismo país, pero no pudieron hacer nada para remediar las condiciones de vida del lado pobre: decían que el problema era de administración, de educación, de políticas económicas y… ¿cómo podían solucionar eso?
La Ciudad Rica seguía generosa en extremo con su hermana necesitada, pero llegó un momento en que ya no pudo más. El gobierno prohibió que cruzaran los pobres a vivir en la Ciudad Rica: ya estaba completamente saturada. Pero ellos tenían hambre, y empezaron nadar al otro lado para evadir la autoridad.
La Ciudad Pobre buscaba afanosamente fuentes de trabajo para sus hijos y, después de mucho batallar, logró que se establecieran a lo largo del intrépido río una serie de industrias pertenecientes al País Rico, sí, pero montadas en el lado pobre para proporcionar empleos de maquila. Sólo que los salarios eran bajos y empleaban a puras mujeres, casi, y los niñitos se quedaban solos, vagando por las calles pidiendo tacos. Las mamás trabajaban nueve horas diarias y no podían estar en casa para darles de comer. Muchos niños dejaron la escuela: andaban descalzos y sucios.
Los desempleados padres, en su desesperación, se atrevían a cruzar a nado el río en busca de trabajo en el País Rico. Hasta que se enojó el poderoso gobierno y mandó a un ejército a patrullar la frontera. Muchos de los padres morían ahogados, otros balaceados por las eficientes patrullas fronterizas. Algunos lograban evadirse, pero luego morían asfixiados en vagones de ferrocarril.
Aun así, la astucia de muchos lograba burlar la vigilancia, y cada vez más y más llenaban las ciudades y los campos para trabajar en condiciones de esclavos, en ranchos, granjas, restaurantes, construcciones. Al menos tenían qué comer.
Muchos pobres de todos los países del mundo empezaron a hacer lo mismo. Llegaban en autobús, en barcos, en botes. Llegaban por todos lados y a todas horas. Cada vez el País Rico necesitó un ejército más grande para vigilar sus fronteras. Cada vez se escabullían más y más a pesar de la estrecha vigilancia.
¿Por qué no trabajan en su propio país, que tiene infinidad de recursos? les preguntaban. Es que anda mal la economía, respondían. ¿Cómo es eso? Es que vendemos la materia prima muy barata y compramos los productos terminados muy caros. ¿Por qué no fabrican ustedes mismos la maquinaria? Es que se necesita mucha educación, tecnología, y dinero. Lo que pagan harto bien es la coca, pero está prohibido producirla y distribuirla: acaba con la gente y con la tierra.
Los habitantes del País Rico empezaron a tener mucho miedo de tanta gente pobre que venía de muchas partes del mundo. Sentían horror cuando en las noches, en las sombras, los miraban desde sus propios jardines. Entonces levantaron altísimos muros e instalaron sofisticados sistemas de alarma. Tenían miedo salir: eran prisioneros en su propia casa.
Una noche, el único hijo de un alto funcionario de la milicia del País Rico regresaba del campo de entrenamiento. Quiso sorprender a su padre con su recién adquirida pericia y, burlando el sistema de seguridad de su propia casa, entró por una ventana. En la oscuridad, el militar supuso que era un pobre y mató en el acto a su propio hijo. El incidente se convirtió en drama nacional: la psicosis se apoderó de todos.
El País Rico convocó a una Cumbre de las naciones más poderosas del mundo entero, y desde entonces, hasta nuestros días, han celebrado juntas y juntas y Cumbres y Cumbres, y los países ricos siguen gastando más y más en muros, policías y armamentos y los países pobres tienen más y más personas con hambre.
Qué extraña historia, me parece lejanamente familiar pero dudo que algo así pueda ocurrir en este planeta.
Vivo en México y aquí eso es impensable; me temo que la autora no está en sus cabales.
En México reinan la justicia, el amor y la paz, desde hace muchos años, gracias a la sabiduría y
probidad de nuestros gobernantes.
En fin, lo siento por esta descocada articulista fantasiosa.