Disrupción digital, ruptura e innovación para asumir el presente

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Transformación digital a la luz de la innovación disruptiva. Empresas tradicionales que han desaparecido, empleos que nadie imaginaba apenas hace unos años, formas del valor inimaginables, una década atrás, bienes y servicios, empresas que surgen y se multiplican casi de la nada.

En 1997, un profesor de la Escuela de Negocios de Harvard, publicaba un libro sin saber que detrás de esta publicación vendría su fama y el asentamiento de un concepto: innovación disruptiva.

Fallecido hace algunos días a los 67 de años, víctima del cáncer, Clayton Christensen deja tras de sí la “Teoría de la innovación disruptiva”, con la que se erigió como un referente indispensable para algunas de las figuras más exitosas de la transformación digital.

Años atrás, Christensen publicó: El dilema del innovador: cuando las nuevas tecnologías hacen caer a una empresa, libro que con el tiempo cimentaría sus teorías económicas sobre el papel de un tipo particular de la innovación: aquella que disloca lo anteriormente conocido.

Clayton Christensen
Clayton Christensen, académico de Harvard, padre de la innovación disruptiva.

A casi 25 años de la publicación de su libro insignia, las ideas de Christensen se han visto materializadas por la aparición y asentamiento de modelos de negocios como Netflix, Uber, Airbnb, Amazon o incluso Apple.

La clave, en todos los casos, es la aparición de bienes o servicios inimaginables para el ciclo anterior; la ruptura, tal como indica la raíz etimológica de disrupción, del sentido de continuidad, ampliación o perfeccionamiento de lo que un mercado es capaz de ofrecer a los consumidores.

Estrechamente vinculadas a la aparición y expansión de las tecnologías cibernéticas, las ideas de Christensen ponen la mirada sobre la capacidad de un modelo para construir una noción de valor diferente a lo establecido.

En esta dirección, forma parte ya del imaginario social de todo el mundo, por ejemplo, la historias sobre cómo los creadores de Netflix acercaron en un primer momento su propuesta al entonces propietario de Blockbuster y recibieron burlas y desprecio. 

Del mismo modo que en el origen de Airbnb estuvo la idea de sus fundadores para crear una empresa capaz de gestionar el espacio de sobra en las casas de particulares.

Hoy, Blockbuster ha desaparecido del planeta, y Netflix se prepara para competir con la plataforma tardía de Disney; mientras que en el caso de Airbnb, la empresa de hospedaje supera el valor de la cadena Marriot, sin poseer un solo cuarto de hotel.

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Imagen: Informa Yucatán.

Y si bien Christensen no deja de insistir en que la aceptación de estos modelos disruptivos es basarse en tecnologías que ofrecen productos más sencillos, más baratos y, en general, más cómodos para el consumidor; está claro que hay algo más que la valoración material en este éxito.

Ese algo más entra en el terreno de la historia de las mentalidades. Es decir, la manera cómo cada época construye el sentido de valor de la interrelación entre objetos, ideas y prácticas sociales.

No se equivoca, pues, Nathan Blecharczyk, cofundador de Airbnb, cuando hace algunos años aseguraba al diario El País, que “el éxito de la empresa se sustenta en la confianza”.

Un mundo como éste, el nuestro, así es, en el que las personas, particularmente los jóvenes, desconfían profundamente de las instituciones públicas más relevantes, pero son capaces de llegar a dormir a un sofá-cama de un desconocido en París, Nueva York o Nueva Delhi.

El éxito del concepto de innovación disruptiva que tanta fama le atrajo a Christensen, es imposible de explicar, por lo tanto, sin tomar en cuenta las transformaciones de comportamientos y valoración de los protagonistas de una época con relación a otra.

La confianza en las interacciones cibernéticas, la relación casi personal con las plataformas, se encuentran profundamente vinculadas con el proceso de desgaste de las formas establecidas y de los referentes conocidos que determinan de quién y de qué se puede fiar una persona.

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Imagen: Sobre Blogs.

En tal medida, si para el siglo XX la continuidad significó un valor per se, está más que claro que para este siglo, el que vivimos, las formas de la ruptura, atinó Christensen, han de predominar sobre la persistencia.

Christensen se centró, ciertamente, en la economía y, en particular, en la innovación como la capacidad para conferir valor a un bien o servicio de un modo que nadie lo había visto antes.

Las ideas del “padre de la innovación disruptiva” no deberían pasar por alto, empero, al mundo de las relaciones sociales o aun de las instituciones políticas.

Así, no debería extrañar que una de las explicaciones que se encuentran detrás de los vuelcos que muchas naciones han sufrido, se refiere a la dificultad de los actores políticos para comprender el rol de la disrupción, como fractura de los sistemas democráticos.

Si a la continuidad se le confirió durante todo el siglo XX un lugar prominente, hoy el reto resulta mayúsculo, pues queda claro, tanto a nivel de las organizaciones como de los sistemas democráticos, que habrá de sobrevivir una nueva disrupción.

¿Hacia dónde? Ésa es la cuestión; especialmente en el ámbito de las democracias. De todas las democracias; pero en particular de las más débiles e imperfectas.

De éstas, especialmente.


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