Uno de los aspectos conceptuales que llaman poderosamente la atención cuando se estudia la carrera de derecho, es el tratamiento que la ciencia legal dispensa a las llamadas “personas morales”, en contraposición a las denominadas “personas físicas”. El término “moral”, en este contexto y sin que la explicación resulte muy “explicativa”, encierra una simple referencia a la vida artificial que aparejan, nunca a su código de conducta. Es la ficción llevada a su máximo esplendor.
Para diversos autores que analizan el devenir del capitalismo desde sus orígenes, la invención de las sociedades de responsabilidad limitada representa para este modelo económico lo que las ruedas para la industria del automóvil. En el momento en el que, a través de esta creación jurídica un grupo de personas logran “aislar” una parte de su patrimonio para sólo comprometer esa porción en un nuevo emprendimiento, el sistema de libre competencia adquiere alas para replicarse exponencialmente.
Ese grupo de personas comúnmente llamados “socios”, conforma una suma de voluntades reales, que en la persecución de un fin común afectan un patrimonio y constituyen esa entidad jurídica bajo alguna de las muchas modalidades que la ley permite; ¿una sociedad civil?, ¿una anónima?, ¿una asociación?, son las preguntas regulares que los padres del nuevo ser se hacen al decidir emprender la aventura. La magia que la ley permite ejercer en relación a la creación y muerte de las personas morales ha liberado al hombre de muchas limitaciones, carencias, restricciones y responsabilidades. Si una empresa no funciona más se liquida, o se fusiona, o se vende, o se disuelve, o se escinde, o sufre muerte artificial o paro técnico. Al final, la ficción que ha dado origen al ente imaginario puede sufrir las mutaciones que sean necesarias para seguir sirviendo de la mejor manera a sus creadores.
El mundo no podría ser ya entendido sin estos entes contemporáneos, longevos y multifacéticos. Su papel en nuestras sociedades trasciende a la simple dilución de rostros y se inscribe en la más exacerbada ideología de lo abstracto. En su intangibilidad, son influyentes y decisivas: en su maleabilidad son intransigentes y poderosas: en su vacuidad suelen ser profundamente amorales. Las corporaciones tienen la virtud de despojar y trascender al individuo de complejos y escrúpulos. Fue “la decisión del consejo”; fue “en el mejor interés de la corporación”; fue “una política estatutaria”; lo que en pocas palabras equivale a que nadie es responsable de las decisiones.
Cuantas veces nos encontramos con individuos que han constituido y liquidado numerosas empresas, y que en lo personal navegan por la vida como personas exitosas y estables, aunque el tufo de múltiples cadáveres corporativos los alcance aleatoriamente. Las corporaciones son, en este momento y en buena medida, las tomadoras de decisiones en el mundo. Sus dotes anónimos les permiten aparecer y desaparecer a conveniencia, ser propietarios de todo cuanto existe, incluso de los llamados “activos intangibles”, y asumir las más cambiantes formas en red para ser y estar, siempre, con todas las ventajas a su alcance.
Pero hablar de “cementerio de empresas” no es acertado para ilustrar la idea que sugiere el título de esta colaboración. Me parece bastante más pertinente referirlo como “deshuesadero de empresas”. Para mis amables lectores, fuera de las fronteras mexicanas y asumiendo que es ésta una expresión del folclore urbano no replicable en otras latitudes, aclaro que con la expresión “deshuesadero” suele hacerse alusión a los depósitos de autos desvencijados e inservibles, de los que se obtienen los últimos residuos de partes y refacciones que rentabilicen los despojos.
Lo que sucede con las empresas en México, y entiendo que en otros países se presenta de forma similar, es evocativo de estos sitios en que se acumula la chatarra resultante de los accidentes. La falta de pericia y la negligencia como precursores principales de la destrucción y el abandono.
Eso sí, una vez que el cascarón de la empresa ha sido arrojado a los buitres, dejando para la carroña sus deudas impagadas, los contratos incumplidos y los impuestos evadidos, se extraen de la misma los elementos que siguen representando un valor; entre otros, las marcas, los contratos ventajosos, el dinero de las cuentas bancarias, las bases de datos, los empleados valiosos, los clientes, etcétera, y se transfieren a la nueva y flamante compañía que, exenta de su ominoso pasado, pasea limpia y soberana por la carretera de los buenos negocios. En nuestro país, casos como Mexicana, Neo Skin, Publitrece o Ficrea, son sólo los emblemáticos de prácticas de negocio recurrentes en múltiples formas y latitudes.
En otras jurisdicciones, los candados son muy diversos y eficaces, desde fianzas que traban recursos para garantizar el cumplimiento de las obligaciones básicas de la empresa, hasta cuidadosas bitácoras que dan cuenta y seña del historial de cada socio como miembro de diversas corporaciones. Así, limpiar el pasado no es resultado de una varita mágica, sino las cuentas claras que cada ejercicio corporativo reporta en lo individual.
Para la sociedad, el deshuesadero tiene un alto costo. Cada una de las obligaciones evadidas, laborales o mercantiles, tiene siempre una víctima del otro lado, y cuando se trata de impuestos, la víctima somos todos. El principal daño es que un sistema de este tipo estimula sólo la cultura del incumplimiento y la impunidad.
Excelsa exposición. Digna de incorporarse en la asignatura de derecho mercantil en todas las universidades. Felicitaciones.