A escasos ocho días del sui generis relevo en la presidencia de la Comisión Nacional de Derechos Humanos, destellos de confrontación empiezan a hacerse patentes, ofreciendo la prospectiva de un tortuoso y empedrado camino desde el inicio de la función de la nueva dirigencia del más importante de todos los organismos autónomos del Estado mexicano.
Por su naturaleza histórica, la figura del ombudsman tiene una connotación bondadosa, transparente e impoluta, cuya función fundamental es la de proteger al pueblo de los excesos del Estado. Se conceptúa, por lo tanto, como una figura de contención y de equilibrio a las naturales tentaciones que pueden surgir en el ejercicio del poder.
Desde su origen el proceso fue señalado como ilegítimo por las condiciones del activismo y la militancia de la entonces candidata, se sortearon toda clase de señalamientos y finalmente aiga sido como aiga sido (sic) la tarea se cumplió en su primera fase, se dio el nombramiento y se realizó, en medio de una penosa trifulca, la protesta de ley.
La ascensión de la nueva presidente de la Comisión Nacional de los Derechos Humanos (CNDH) deja una estela de sucesos para la reflexión, una serie de interrogantes sobre las razones, los objetivos y, particularmente, el porqué del empecinamiento de llevarla a esa posición de una manera tan poco cuidadosa y, a todas luces, desaseada, con un elevado costo político inherente.
Los primeros escarceos con la oposición que anuncian una poco cordial relación en el futuro, no se han hecho esperar. Gobernadores de Acción Nacional han declarado públicamente que no aceptarán las recomendaciones que procedan de la Comisión, por considerar ilegal e ilegítima a su presidencia, no sería difícil que otros actores asumieran posturas similares.
Los jaloneos, como se aprecia, no terminaron el 12 de noviembre en la sede del Senado, tal parece que apenas fue el inicio de lo que está por venir, pero más allá de la inconformidad y el desconocimiento de un importante sector de la clase política a la nueva Ombudsman, está el cuestionamiento respecto de la solidez, imparcialidad, independencia y contundencia del desempeño de la institución en sí como el organismo garante, como paladín del respeto a las libertades y derechos de la sociedad frente a los entes del Estado, como protector del pueblo.
El explícito rechazo de los opositores es el desconocimiento a la legitimidad y autoridad, no sólo de la presidencia, sino por ende la autoridad moral que tendrá la Comisión y la respetabilidad de las recomendaciones que como órgano emita en el futuro. No son pocos los que ponen, desde hoy, en tela de juicio, incluso la calidad ética de su actuación y el derrotero que seguirá con relación a espinosos temas aún no resueltos de la agenda nacional.
Si bien se reflexiona, la legitimidad es quizás el valor intrínseco más relevante y fundamental de una institución como ésta, su respetabilidad, su reconocimiento social y político, son factores indispensables que legitiman al mismo tiempo al Estado y robustecen su imagen y su salud como una República democrática moderna.
No debe interpretarse a la Comisión como una entidad adversaria del Estado, sino como un complemento de autocontrol y autocontención del exceso tan natural en las sociedades de la posverdad y la realidad líquida de nuestro tiempo. No es por lo tanto un enemigo a vencer o cooptar, un ente que deba ser controlado por el poder, en una sociedad que se presume o, al menos, intenta ser abierta.
Tal como se han venido dando los acontecimientos, todo parece indicar que la batalla apenas comienza y son pocas las luces que anticipen un rumbo terso. Pero sin duda, los ojos y los oídos de amplios sectores sociales se mantendrán vigilantes de las posiciones que asuma la institución bajo su nueva dirigencia, sobre los más destacados asuntos de la agenda, lo que le dará –a las pruebas remitidas– el merecido reconocimiento, o la temida y feroz crítica.
En realidad, la expectativa es pobre y la circunstancia incómoda.