Los ciudadanos tenemos derecho a recibir información veraz respecto de los sucesos que impactan el entorno social; sin embargo, nuestro derecho se debilita con la politización de los medios de comunicación y con la manipulación política, donde se anteponen intereses particulares sobre la esencia de un servicio público que debe beneficiar a la comunidad. Bajo ese panorama: ¿quién nos garantiza la veracidad informativa?
Internacionalmente, el derecho a la información está reconocido como un derecho humano fraternizado con la libertad de pensamiento y de opinión, tal y como se prevé en diversos instrumentos jurídicos, como la Convención Americana sobre Derechos Humanos o Pacto de San José, la cual establece claramente que, cualquier persona, sin discriminación alguna, tiene la libertad de buscar, recibir y difundir informaciones e ideas de toda índole, ya sea oralmente, por escrito o en forma impresa o artística, o por cualquier otro procedimiento de su elección.
En México, la Constitución Política se ajusta a las previsiones internacionales, por lo que ofrece algunos parámetros para garantizar al libre acceso a información plural y oportuna; no obstante, resalta la ausencia del principio de veracidad como elemento básico e indispensable para formar las opiniones públicas en un Estado democrático.
Quizá por esa razón las normas federales no abundan sobre la trascendencia de lo veraz. Pero, ¿en qué consiste ese principio?, pues bien, según el Poder Judicial de la Federación (PJF), la veracidad no exige la demostración de una verdad contundente, sino una certera aproximación a la realidad en el momento en que se difunde; en otras palabras, la información debe reflejar una diligente difusión de la verdad, a través de investigaciones, datos, informes o estadísticas oficiales. Por consiguiente, implica una exigencia de que la información difundida esté respaldada por un ejercicio razonable de investigación y comprobación de su asiento en la realidad.
Asimismo, el PJF precisa que la exigencia de veracidad no sólo recae en periodistas y profesionales de la comunicación acerca de sus notas periodísticas, reportajes y entrevistas, sino en todo aquel que funja como informador.
No obstante ello, la historia nos demuestra que ante las luchas por el poder nuestros derechos pasan a un segundo o tercer plano, ya que los propietarios de los medios de comunicación, así como los políticos, juegan a menudo con la información, con la finalidad de generar en la población una idea falsa de la realidad –una realidad que convenga a las aspiraciones y deseos de quienes ostentan o desean ostentar el poder–, pues como afirmaba la filósofa Hannah Arendt sobre la verdad y la mentira en la política: “uno de los objetivos de la habilidad para mentir es la de conquistar la mente de las personas”.
En nuestro país sobran ejemplos en torno a la colusión perversa de la esfera política y las empresas mediáticas, donde la veracidad brilla por su ausencia y la mentira se impone, tal y como ocurrió en el periodo del ex presidente Gustavo Díaz Ordaz y la masacre del 68, en el que se trató de minimizar la magnitud de los hechos o de transgiversar el verdadero sentido de la lucha estudiantil, sólo hay que leer los titulares de algunos periódicos de la época como El Sol de México: “El objetivo: Frustrar los XIX juegos”, o de El Universal: “Durante Varias Horas Terroristas y Soldados Sostuvieron Rudo Combate”, para darse cuenta que no se respetó el principio de veracidad basado en una ardua investigación que permitiera mostrar a la sociedad información clara y precisa de los acontecimientos.
Pero esa situación no ha cambiado, es más, podría haberse recrudecido con el potente uso de las nuevas tecnologías de la información y comunicación. No podría ser de otra manera cuando la población cada vez más está migrando de la TV al Internet, por lo que, en la red virtual, quienes hacen política han encontrado un campo fértil y poco regulado para ejecutar sus estrategias.
Así, encontramos innumerables casos, como el de Paulette, Florence Cassez, Frida Sofía, la Casa Blanca, Ayotzinapa, Tlatlaya, Atenco, y muchos más que muestran cómo, quienes manejan la política y quienes son dueños de los medios de comunicación, ya sea en alianza o individualmente, hacen de nosotros meros objetos de valor, por lo que la libertad de información es asimétrica, ya que un número reducido de personas la utilizan como un estandarte para allegarse de información y difundirla como mejor les parezca –gozan del privilegio de contar con una concesión–, olvidándose de quienes tienen el derecho de recibir información veraz para tomar decisiones de diversa naturaleza.
Es importante mencionar que, dentro de esa relación de fuerzas, debe distinguirse la información de la opinión, pues la primera tiene que cumplir con el principio de veracidad, mientras que para la segunda no existe esa necesidad, ya que se trata de juicios subjetivos sobre hechos trascendentes (nacionales e internacionales), sobre actores políticos y su proceder, entre una variedad de temas a tratar. Aquello no elimina la imperiosa responsabilidad de opinar sobre información que haya pasado por un minucioso examen de las fuentes.
Tampoco se debe ignorar que los opinólogos a menudo comulgan con diversas corrientes políticas, pueden fungir como defensores del poder económico, del mediático y hasta del cultural, tal y como ocurre con los adeptos a alguna religión o asociación privada. Quienes son sabedores de la influencia que tienen sobre diversos grupos sociales –los denominados “influencers”–, detonan sus argumentos dependiendo de sus intereses, lo cual se vuelve sumamente peligroso, pues volviendo a Hannah Arendt: “los juicios sobre la verdad tienen una opacidad peculiar, ya que pueden desacreditar la verdad hasta convertirla en una opinión más”.
La información y la opinión es tan trascendente que, con la aplicación de una excelente fórmula política, se ha logrado derrocar a políticos, a partidos políticos y movimientos sociales, hasta lograr un golpe de Estado. Por ello, hay quienes se han atrevido a levantar la voz para regular los medios de comunicación, tal es el caso de los legisladores que temen que los medios apoyen a la derecha en las elecciones de 2021 y 2024.
No suena descabellado que los medios pretendan echar a andar su maquinaria para apoyar a quien mejor les convenga, ni que lo opinólogos hagan lo propio; sin embargo, el problema radica en que los debates por una conflictiva regulación, surgen por la protección de los intereses políticos y no para garantizar el derecho de la población a allegarse de información veraz.
Una regulación pensada en la ciudadanía no es imposible, pero debe estudiarse y estructurarse con mucho cuidado, de lo contrario podría ser contraproducente y perjudicial para la democracia. Lo que sí es un hecho, es que el aparato estatal, incluyendo los tres poderes de la unión, los órganos constitucionales autónomos, así como las autoridades locales y municipales, deberían ser estrictamente sancionados por sus engaños en torno a la información pública que manejan, ya que desafortunadamente las leyes de transparencia no alcanzan para verificar la veracidad de lo que plasman en papel.
Frente a dichos problemas, cobra relevancia la existencia de una pluralidad informativa a partir de la democratización de los medios de comunicación, de tal forma que se disuelven los monopolios informativos. Sin embargo, como señala Enrique Dussel Ambrosini: “no sólo hay que permitir la participación simétrica de muchos medios populares de comunicación, hay que definir el derecho ciudadano a la información veraz”.
Para defendernos de la manipulación y el engaño, y como un clamor por nuestro derecho a la información, debemos ser responsables de lo que recibimos y difundimos. Cuando se trata de datos noticiosos, no basta con darle like a cualquier publicación, tampoco compartir o tuitear lo que difunde el medio de comunicación más popular o lo que postea el periodista de moda, debemos estar conscientes de que nos hallamos en un campo de lucha entre la verdad y la mentira, por lo que si aspiramos a dejar de ser los peones de una partida de ajedrez, más vale que empecemos por cuestionar la mediocracia.