La Navidad llegó cuando alcanzábamos el final de la saga de artículos sobre el Ayer, hoy y mañana de la Guerra. En principio, mi intención en estos artículos sobre el devenir de la guerra es enfatizar que en cada uno de los inventos –que surgieron a partir de las conflagraciones bélicas que se han desarrollado– se puede destacar en lo constructivo y creativo de la capacidad humana frente a la pesadilla de destrucción que representan los enfrentamientos entre las naciones, las religiones y los poderes económicos.
El tema ha dado para mucho y, en teoría, hoy deberíamos estar leyendo la cuarta entrega, sin embargo, con estas fiestas en el camino, destacar un hecho histórico único y traerlo a la narrativa actual de violencia en la que vivimos me pareció fundamental. Es un ejemplo de la posibilidad que tenemos de ser empáticos y poner a las personas por delante. En esta ocasión no hablo del ayer, el hoy y el mañana de algo, esta vez se trata de una vivencia excepcional que tocó los corazones de los hombres en el frente de batalla en la Europa de la Primera Guerra Mundial. Vamos a iniciar este cuento de Navidad basado totalmente en una historia de la vida real.
Érase una vez, hace 105 años en un algún punto de la invernal Europa, que la Navidad llegaba con toda su carga de tradición religiosa y familiar hasta las trincheras en las que peleaban regimientos de ingleses y franceses contra los alemanes, en la que entonces fue considerada como la Gran Guerra. Los ánimos estaban encendidos, las tensiones entre los dos grupos eran notorias y la animadversión evidente. El asesinato del heredero al trono de Austria-Hungría, el archiduque Francisco Fernando a manos de un nacionalista servio-bosnio durante su visita a Sarajevo en julio de 1914, servía como detonador para el enfrentamiento frontal entre la Triple Entente (Gran Bretaña, Francia y Rusia) contra la Triple Alianza (Alemania, el Imperio Austro-húngaro e Italia).
Si lo pensamos detenidamente, parece que las guerras se luchan por atender asuntos “importantes” que usualmente afectan sólo a los grandes intereses, sin considerar la manera en que afectan a las personas, a los seres humanos. En los hogares de los combatientes, los lugares alrededor de la mesa quedan vacíos en la cena de Nochebuena o en torno al árbol de Navidad. Los corazones de padres, madres, esposas, hijos, hermanos y amigos se encuentran tristes, sensibles ante la ausencia de los seres queridos.
Podemos imaginar también la sensación de tristeza y de nostalgia de los soldados, porque a pesar del espíritu belicoso provocado por el enfrentamiento, no pasan de ser la carne de cañón que se sacrifica en la “defensa” de los principios, valores y creencias que representan a la “patria”, a la “nación”, a la “jerarquía religiosa”. Indiscutiblemente la guerra tiene que ser alienante, es necesario enajenar con la mentalidad de “defender lo propio” y atacar al enemigo, al extraño que representa la otredad, para que la guerra se justifique, para que los hombres y mujeres en la lucha estén dispuestos hasta a perder la vida. Sin embargo, esa víspera de Navidad de 1914, esta condición se modificó para bien, tocando de manera mágica y singular, los corazones de los combatientes.
Es el 24 de diciembre de 1914, la primer Nochebuena de la Primera Guerra Mundial, hace exactamente 105 años. Es la primer fiesta religiosa y familiar importante de la tradición europea que se celebra y “los chicos” están en el frente, sufriendo las inclemencias del tiempo, añorando la compañía de sus familias, del hogar, la cena navideña, los dulces y el ponche de vino caliente. Por ordenes del Káiser, las tropas alemanas recibieron raciones adicionales de pan, salchichas, licores y abetos que, iluminados, bordeaban la trinchera.
Los soldados franceses y británicos admiran emocionados los árboles luminosos, la imagen despierta su sensibilidad y, desde su trinchera, se unen a los cantos que entonan los alemanes del otro lado del campo de batalla. Por encima de las diferencias que los hacían combatir, se ven unos en otros porque pueden empatizar, saben perfectamente como se sienten los alemanes porque ellos tiene justo los mismos sentimientos. La pena de estar lejos de casa es la misma en francés, inglés o alemán. Por un instante, el deseo de bienestar y de paz, prevalece sobre cualquier diferencia real o aparente.
Así, entre cantos y recuerdos, transcurre la noche. Cuando empieza a amanecer, agitando banderas blancas sobre sus cabezas, algunos soldados alemanes dejan sus trincheras. Están en tierra de nadie, vulnerables, desarmados. Por un momento los aliados los observan, desconcertados y vacilantes, salen a su encuentro y solidariamente todos permiten que la jornada transcurra. Ese mismo día, unas horas antes, esos hombres habían estado mátandose, y esa mañana de Navidad comparten las vituallas de las que disponen: alcohol, chocolate, tabaco, incluso recogen los cuerpos de sus compatriotas caídos en el campo de batalla y les dan digna sepultura. Se cuenta que compartieron además ceremonias religiosas y partidos de fútbol.
Ahora, la guerra es la guerra, y permitir este acercamiento entre las tropas minaba el espíritu de lucha. No se puede confraternizar con el enemigo. Cuando en los cuarteles generales de los respectivos ejércitos se enteraron de la tregua espontánea que se había sucitado, decidieron tomar fuertes medidas para sancionar a los participantes, de manera que en ningún lugar y en ningún momento se repitiera una conducta semejante.
Se dice que un número indefinido de soldados franceses fue fusilado por “amigarse” esa Navidad con los alemanes, a los alemanes que convivieron y compartieron con los aliados los enviaron al frente oriental. Las cartas de los soldados que contaban a sus familiares el extraordinario evento navideño fueron destruidas, la información fue censurada antes de que llegara a la prensa británica, los franceses confiscaron los negativos de las imágenes en las que se veía a hombres de ambos bandos posando amistosamente. Las altas esferas militares se hicieron cargo, la fraternidad de la Navidad de 1914 no podría repetirse nunca más. Jamás se entonaría nuevamente la Noche de Paz (Stille Nacht) en inglés y alemán simultáneamente como un símbolo de unión humana y espiritual. Cuando ganó la guerra, perdimos todos. La conflagración duró hasta 1918, los motivos por los que esa experiencia no tuvo el poder de detener la hostilidad son muchos y muy variados, da tristeza pensar que pueda más el odio y el deseo de poder que el amor a los semejantes.
Con esta reflexión me despido, deseando que en esta Nochebuena y Navidad prevalezcan los sentimientos de cercanía, cariño, amor y amistad. Estamos ante una gran oportunidad de limar asperezas, de iniciar diálogos y retomar afectos. Es un momento especial para abrazar a todas las personas que amamos.
¡Mis mejores deseos para todos ustedes! Reciban una gran felicitación por esta natividad y la expectativa de prosperidad y bienestar en este final de veintena del siglo XXI.
¡Bienvenidos seamos todos al 2020!