Decir que los antiguos mexicanos eran unos sanotes antes de la llegada de los malosos es un alegato flaco. Simplemente durante la segunda mitad del siglo XV el México antiguo estuvo azotado por fuertes cambios climáticos que resultaron en serias hambrunas y epidemias, obligando a la gente a emigrar. Inclusive la guerra, aparato indispensable para mantener la maquinaria cosmogónica, paró completamente y pueblos enteros se entregaban como esclavos a cambio de algo de comida o vendían a sus hijos por una mazorca. De 1450 a 1454 una tremenda sequía, combinada con fuertes heladas fuera de tiempo, llevó a los pueblos del altiplano a una crisis catastrófica de hambre y enfermedades. Uno de los primeros historiadores novohispanos, Fernando de Alva Ixtlilxóchitl, comenta que por las nevadas que se sufrieron en 1450 “la temperatura enfrió de tal manera que se presentó un catarro pestilencial (influenza), a consecuencia del cual murió mucha gente, en especial de edad avanzada”. Cinco años seguidos de escases de alimentos esenciales para la nutrición, junto con el mal clima, son para borrarle la sonrisa a cualquiera, sin importar clase social.
Otro caso notorio fue el abandono de la ciudad de Tula, un viejo asentamiento poblado desde el 700 d.C. Las causas fueron muchas, pero sobre todo el caidón de una gran epidemia en el año 7 tochtli: de los mil toltecas que quedaban, murieron novecientos.
Por supuesto, para el hombre prehispánico todos los males físicos y sociales eran producto de la voluntad de los dioses, un castigo, una maldición. En su Monarquía Indiana, Torquemada escribe: Cuentan las historias, que pocos días antes de la guerra, apareció en el cielo una gran Cometa… la cual duró hasta el fin de la batalla. Esta señal tuvieron por mal agüero; porque estos indios (también como nosotros los castellanos) conocen de ellas significar Hambres, Pestilencias, y Guerras como en esta ocasión se verificó.
El siglo XVI fue testigo de grandes epidemias y con la llegada de los españoles vinieron nuevas enfermedades que diezmaron categóricamente la población indígena. Si se dice que había más de veinte millones de estos antes de la Conquista, con las epidemias terminaron siendo menos de diez millones. De ahí que tampoco debe echársele la culpa completa al conquistador como el ejecutante principal en el exterminio del indígena, a diferencia de los colonos anglosajones, que ellos sí exterminaron al nativo norteamericano.
Ahora bien, mientras morenos y blancos se acomodaban, entró en este teatro de desavenencias un actor importantísimo en el asunto de las enfermedades: el negro africano: El negro fue un portador de nuevos y terribles padecimientos que aniquilan y debilitan al blanco y al indio por igual. Las embarcaciones llenas de esclavos no sólo transportaban crueldad y sufrimiento humano, sino también las semillas de terribles epidemias y pandemias. Los padecimientos que trajo el negro se volvieron endémicos en el Nuevo Mundo y desde entonces han sido de primordial importancia en la historia, comenta José Luis Martínez en su libro Pasajeros de Indias (2004).
La primera desbandada de esclavos negros de España a el Nuevo Mundo fue hacia 1500 a la isla de Santo Domingo (República Dominicana), pero en los siguientes dos años se comenzaron a importar directamente de África en grandes cantidades. Claro, como los indios fueron escaseando, había que traer a alguien que hiciera el trabajo pesado. Inclusive el gran defensor de los indios, Bartolomé de las Casas, fue responsable directo de la explotación del negro en América, pues no sólo participó en su trata, sino que sostenía fervientemente que el negro era más resistente, por lo tanto, podía soportar la labor que estaba destartalando al indio. Aunque en promedio, el 30% de los esclavos se moría en la travesía atlántica, normalmente por disentería, el negro africano no sólo resultó ser más resistente al trabajo pesado, sino también a todas las enfermedades.
Poner en cuarentena a los esclavos era la única manera de prevenir la propagación de enfermedades. Pero muchas veces ésta no se respetaba porque era mucha la urgencia de los amos para que sus chicos se pusieran a chambear. Esto llevó a que se propagaran enfermedades como paludismo, amibiasis, lepra, sífilis y fiebre amarilla. De hecho, la nefasta viruela, quizás la más letal epidemia en América, fue transmitida por un negro infectado que llegó a Veracruz, en 1520, en una de las naves de Pánfilo de Narváez, que venía por órdenes del gobernador de Cuba a corretear al desobediente Cortés. Una crónica atestigua que aquel amigo de la selva salió a tierra, fuelas pegando a los indios de pueblo en pueblo, y cundió de tal suerte esta pestilencia, que no dejó rincón sano en la Nueva España, y en algunas provincias murió la mitad de la gente, y en otras poco menos. Uno de los muertos fue Cuitláhuac, hermano de Moctezuma.
La segunda gran epidemia en el México antiguo fue el sarampión, que explotó hacia 1531. No murieron tantos naturales como con la viruela, pero el caos no se hizo esperar, ya que también se trataba de una enfermedad desconocida para los nativos, quienes lo llamaron záhuatl tepiton, que quiere decir lepra chica. Otra epidemia fue una que causó también gran mortandad, sin embargo, no se menciona su nombre, pero sí sus padecimientos: “pujamiento con sangre y juntamente con calenturas, y era tanta la sangre, que les reventaba por las narices”. Suena divertida.
Desde antes que se conocieran, tanto indígenas como españoles tenían conocimiento del tifus. Claro, los piojos son tan viejos como nosotros. Pero a mediados de siglo XVI la condenada tifo regresó reloaded cobrando muchas vidas. Hay códices indígenas que representan a los afectados de esta enfermedad con la piel cubierta de manchas parduscas. Inclusive el primer libro de medicina que se publica en América, la Opera medicinalia (1570), de don Francisco Bravo, trata por primera vez, entre otras cosas, sobre esta enfermedad. Como nota curiosa, o inútil, comento que cuando se publicó este libro, al comité encargado de censurar las obras, que era prácticamente de talante inquisitorial, se les fueron dos capitulares –la letra mayúscula que inicia un capítulo, que se agranda y adorna– con motivos eróticos un tanto cachondos.
Se dice que en 1545 cayó la más grande pestilencia (epidemia) sobre la población, causando la muerte de un jalón de más de ochenta mil indios. Un cronista indígena de la época escribió: …se difundió entre nosotros una gran peste, una enfermedad general. Comenzó en Tepéilhuitl. Sobre nosotros se extendió: gran destruidora de gente. Algunos bien los tapó, por todas partes (de sus cuerpos) se extendió, en la cara, en la cabeza, en el pecho, etcétera […] ya nadie tenía cuidado de nadie, nadie de otros se preocupaba. […] Pero a muchos con esto se les hechó a perder la cara, quedaron cacarañados, quedaron cacarizos. Otros perdieron la vista.
Las epidemias más terribles que sacudieron el México antiguo fueron la viruela, sarampión y el tifo. Los indígenas las llamaban de diferente forma, pero también tenían un nombre especial para designarlas a todas ellas: Cocoliztli o peste. ¿Será que de ahí viene la poderosa frase, además muy ad hoc para estos tiempos, ¡nos va a ir del cocol!?
De todas ellas, la viruela fue la más pérfida –inclusive el rey Luis XV de Francia murió de ella–, y ésta no se combatiría sino hasta principios del siglo XIX, curiosamente gracias al imperio español, que fueron los creadores de las campañas de vacunación. Más bien gracias al rey que tenía fama de idiota, Carlos IV, que de su bolsillo pagó una expedición a América, mandando a su médico particular, Francisco Javier Balmis, junto con veintidós niños huérfanos inoculados. Balmis y los niños (vacunas con patas) recorrieron con el dinero del rey de 1803 a 1806 desde Sudamérica hasta América del norte y de ahí a Filipinas, vacunando de manera gratuita a pequeñines a destajo, con lo cual se erradicó el maldito bicho.
Mientras tanto, nuestro indígena del México antiguo nunca tuvo anticuerpos para enfrentar las enfermedades traídas de Europa y África. Si a esto le sumamos las guerras y la imposición de un sistema basado en la explotación, el resultado es una fuerte baja en la productividad, sobre todo en la entonces más importante, la agrícola. Esto desembocó en hambrunas, estableciendo así un círculo infernal e interminable de epidemias y hambrunas. Por otro lado, vino un choque existencial muy canijo: mientras para el viejo indígena una enfermedad era castigo divino, para el nuevo indio era un bien con el cual se ganaba la gracia de Dios, ¿¡tons!?
No en balde el empobrecido, vapuleado y confundido indígena prefirió entrarle con gusto a una epidemia que le resultó más soportable, aunque igual de destructiva: el chupe, epidemia que sigue reinando hasta en nuestros tiempos… y seguirá.
P.D. La historia de la “Expedición Balmis” es fascinante y vale la pena leer sus peripecias. El ganador del Premio Planeta, Javier Moro, cuenta la historia de estos niños en su gran libro “A flor de piel” (2015).
También está “Los héroes olvidados” (2011), de Antonio Villanueva.
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Muy ilustrativo como siempre mi Gerar, ya no odiaré ni culparme de todos nuestros males a los conquistadores.
Un gran abrazo y felicitaciones.
Nuevamente muchas felicidades, Gerardo, por tan claras “clases” de historia, que narras periódicamente. Un fuerte abrazo fraterno.
Muy interesante y muy actual. Tan importantes nos sentimos y somos en verdad tan frágiles.
Como siempre una excelente investigación con una muy amena lectura, que es muy útil en estos tiempos de pandemia que estamos viviendo. Muchas Gracias Gerardo.