Ahora que Trump se vaya, van a salir a la luz muchas decisiones que tomó para beneficio propio y de sus amigos, y para perjuicio del sistema económico; la prestigiada economista Anne O. Krueger ofrece varios ejemplos de tales medidas que considera posibles sólo en un contexto político autócrata; como tal quiso gobernar Trump, tuvo avances y en cuatro años más se hubiera terminado como un autócrata.
Según Krueger, Trump convirtió a Estados Unidos en un capitalismo de “cuates” (¿le suena?, amable lector); la verdad es que la tendencia ya venía, por lo menos, desde los gobiernos republicanos de la dinastía Bush, la cual tuvo claros intereses en negocios que favorecieron desde el poder público.
La invasión de Irak en 2003 fue atribuida a intereses de negocios de Bush y su vicepresidente, Dick Cheney, a quien se consideraba el titiritero del presidente; ambos favorecieron con billonarios contratos a empresas como Halilburton, que en 2005 llevaron al Comité de Reforma del Congreso a considerar que habían seguido un patrón de fraude, abuso y despilfarro; sin embargo, no hubo consecuencias.
Trump hizo de las suyas, y Krueger refiere varios casos, como haber creado un programa para solicitar exenciones al 25% de aranceles a las importaciones de acero, que favoreció sólo a empresas selectas.
Seguramente van a salir más casos, pero lo que más interesa son las consecuencias que la economía de “cuates” tiene para el Estado de derecho, para la democracia y para la competitividad del resto de las empresas participantes.
En México las sufrimos desde hace muchos años. Los favores de la autoridad suelen ser en correspondencia al apoyo financiero a campañas electorales; ¿las podemos seguir considerando democráticas? y se traducen en dispensas fiscales y otras canonjías que resultan muy perjudiciales para las empresas competidoras que no son parte del entendimiento cómplice. Las inversiones pierden dinamismo, igual que la innovación y los esfuerzos en competitividad.
Es una economía en la que los participantes no reciben el mismo trato legal; cuando la prosperidad de los negocios depende de pagos o sanciones a autoridades, ni la ley ni las instituciones vuelven a ser confiables.
Joe Biden se ha distinguido por su pragmatismo, no por ser un promotor de cambios, lo que le permitió estar como senador detrás de proyectos tan disímbolos como la invasión a Irak de Bush con base en la falsedad sobre las armas de destrucción masiva; apoyó la imposición de la guerra a las drogas en nuestro territorio durante el gobierno de Calderón, y votó a favor del salvamento de los bancos después del desplome de las hipotecas subprime de 2008.
Sólo por el escándalo que representa Trump, es posible esperar que Biden aplique algunos correctivos, pero no que se proponga separar efectivamente el gran poder económico corporativo y financiero del de su gobierno, para poder corregir a fondo los grandes desequilibrios del sistema.
No hay un consenso sobre cuáles son esos desequilibrios y cómo atacarlos; son muchos y están interrelacionados, van desde el cambio de fuentes de energía para mitigar el calentamiento global hasta la precariedad generalizada de los empleos y de salarios reales, el endeudamiento de empresas y clases medias en riesgo de ser impagables y la abismal desigualdad en el reparto de riqueza e ingresos.
A todos esos temas se ha referido Biden. Falta ver su integración coherente en un proyecto de gobierno que tendría que estar decididamente cercano a las necesidades sociales y a “sana” distancia de los intereses de los grandes negocios.
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