La persistente falta de confianza en las instituciones políticas en México, nos muestra una alta desafección de los ciudadanos en el sistema político a pesar del proceso de democratización electoral, de la constitucionalización de los derechos humanos, de la institucionalización de un sistema de transparencia y acceso a la información y uno anticorrupción, además de la reforma del sistema de justicia penal (Monsiváis, 2020).
Mediciones como el Latinobarómetro o la Encuesta Nacional de Cultura Política muestran que los mexicanos, por una parte, confían poco o nada, en los partidos políticos, en la policía, así como en los diputados y senadores; además de que, por la otra, están poco satisfechos con la calidad de servicios públicos como el mantenimiento de calles y avenidas, el alumbrado público o el abastecimiento de agua potable. Sin duda esta lista crece con la experiencia cotidiana de cada uno de nosotros. En esta columna quisiera compartir con ustedes una reciente experiencia que tuve al asistir a una clínica del Instituto de Seguridad y Servicios Sociales de los Trabajadores del Estado (ISSSTE).
Al llegar a lo que sería una segunda cita para tratar de obtener una incapacidad médica, me encontré con un derechohabiente que tuvo que dar “gritos y sombrerazos” para obtener un documento que constara su asistencia a la clínica para tratar de ser atendido; ello con la intención de que no le descontaran el día en su trabajo. Este ciudadano reclamaba no sólo el derecho frustrado de ser atendido –porque no alcanzó ficha–, sino que le dieran algún tipo de comprobante de que había ido desde tempranas horas del día al centro de salud. La persona que lo atendió no paraba de decirle que eso era “imposible”, que la “normatividad” no lo permitía, que ellos no tenían “ninguna obligación de atenderlo”, etcétera. Frente a ello el ciudadano pidió ir con la directora de la clínica.
Seguramente ahí el ciudadano siguió insistiendo en conseguir la constancia para que la infructuosa ida a la clínica no le costara un día de salario –yo ya no pude seguirlo porque en ese momento a mí me aplicaron la “normatividad” institucional: mi cita estaba cancelada porque había llegado 10 minutos tarde–. Cabe mencionar que en mi anterior visita yo había llegado 10 minutos antes y tuve que esperar dos horas para ser atendida, por lo que en la segunda ocasión no me pareció necesario llegar a tiempo –mala asunción de mi parte porque la “normatividad” institucional le permite al médico no cumplir con los horarios establecidos, pero no así al derechohabiente–.
En fin, historias como éstas seguramente le vienen a la mente al lector de esta columna. Porque todos –o casi todos– hemos padecido experiencias en las que las instituciones del Estado no logran satisfacer nuestras necesidades y, por tanto, atropellan nuestros derechos. Frente a ello los ciudadanos, obviamente, sentimos desconfianza hacia esas instituciones y hacia el quehacer gubernamental. Ésa es la tesis del artículo que antes cité (Monsiváis, 2020): la desconfianza política incrementa por experiencias negativas de los ciudadanos en su vida cotidiana –eso es lo que el autor llama la influencia del “vínculo local” en la confianza del ciudadano–.
Pero, además de la desconfianza política, yo agregaría que el hartazgo de los ciudadanos incrementa frente a experiencias como las que narré líneas arriba. No sólo es que los ciudadanos desconfiemos de las instituciones y por ello sintamos desafección hacia el sistema político, sino que los ciudadanos estamos hartos de los malos tratos y la ineficacia de las instituciones. Ello explica los gritos y sombrerazos que tenemos que dar. Así como el ciudadano de la clínica tuvo que dar gritos y sombrerazos para ser escuchado y tratar, con ello, de que sus derechos no fueran pisoteados; así también podemos entender las manifestaciones públicas de ciudadanos y ciudadanas que protestan en la vía pública cuando sus derechos son violentados por un Estado sordo y poco eficiente. Muestra de ello son las recientes manifestaciones de padres de niños con cáncer por la falta de medicamentos; o bien, de mujeres en contra de los feminicidios y la violencia de género. En ambas manifestaciones los ciudadanos, hombres y mujeres, alzan la voz –con gritos y sombrerazos– para que, frente a la sordera institucional, sus exigencias sean escuchadas.
¿Será que en algún momento los funcionarios que ocupan puestos de decisión y atención asuman su cargo como servidores públicos, y oigan a los ciudadanos sin que tengamos que seguir dando gritos y sombrerazos? Quisiera cerrar esta columna con una nota de optimismo, esperando que así sea.
Referencias:
Monsiváis, Alejandro 2020, “El vínculo local en México: gobiernos subnacionales y confianza política”, Nexos.
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