Vivimos la Revolución del conocimiento. Tal es el signo de nuestro tiempo. El resorte fundamental para construir condiciones en las que la aplicación de ese conocimiento se convierta en el insumo básico de sociedades basadas en la innovación.
El llamado de la época actual ha dejado de radicar en el acceso a la información, por la información misma.
Hoy, la dinámica mundial pone en primer plano el desafío que supone crear condiciones para que esta información se torne en pensamiento crítico, con capacidad para resolver problemas y creatividad hacia la innovación.
La base de su capacidad innovadora descansa por ello en una sociedad capaz de crear, retener, impulsar y utilizar con valor social las competencias complejas que formen en sus propios ciudadanos.
Transitar de la información al conocimiento, sin embargo, no es un movimiento natural al que los cuerpos sociales tiendan, sino más bien resultado de una noción de gestión del conocimiento como política de Estado.
Si el conocimiento no se constituye en el motor de este desplazamiento, de poco habrá servido dotar a los ciudadanos de formas cada vez más amplias y rápidas de acceder a la información.
Ya en el lejano 1973, el sociólogo norteamericano Daniel Bell, al publicar El advenimiento de la sociedad post-industrial, habría de utilizar el concepto “sociedad de la información”.
Más tarde, en los años noventa, como se sabe, Manuel Castells, el sociólogo español, dejó marcado aquel tiempo que se abría por el título de su libro ya clásico: La era de la información: economía, sociedad y cultura, publicado en 1996.
Así fuera desde la mirada de un mundo pre-expansión de las computadoras y sin imaginar Internet siquiera, Bell atina en colocar al conocimiento como el engrane central del mundo que viene. Noción que luego va a ser corroborada por Castells.
La clave, dirá el español, está en propiciar e identificar las posibilidades de generar círculos de retroalimentación que, de manera acumulativa, establezcan una relación de mutuo estímulo entre la innovación y sus usos.
El tiempo tecnológico que nos ha tocado vivir cuenta como una de sus señales de identidad más clara el modo en que los usuarios se apropian de la tecnología y la redefinen.
En esa medida, y aquí radica quizá su poder mayor, estas tecnologías, dice Castells, “no son sólo herramientas que aplicas, sino procesos que desarrollar”.
De ahí que sea esencial incentivar el protagonismo que las sociedades puedan tener, antes que en aplicar las herramientas, en diseñar y desarrollar nuevos procesos de inclusión y transformación social.
Se trata de comprender, entonces, a la mente humana, y su capacidad innovadora, ya no únicamente como parte del sistema de producción, sino como un componente productivo e innovador directo.
En palabras de Castells, estamos frente a una era en la que “por primera vez en la historia, la mente humana es una fuerza productiva directa, no sólo un elemento decisivo del sistema de producción”.
El paso, pues, entre información y conocimiento habrá de centrarse en las posibilidades reales que los individuos tengan para contar con competencias superiores.
Acceder al conocimiento, para compartirlo dentro de una organización o entorno social, se volverá tan trascendente, de este modo, como la competencia para valorarlo y asimilarlo.
Se trata, ya se ve, no solamente de que la ciudadanía cuente con información, sino que ésta pueda devenir en conocimiento.
Es decir, en la capacidad-posibilidad de generar procesos de comprensión compleja que transformen los sistemas y produzcan innovaciones con pertinencia y valor social.
Información sin espacios y condiciones para el desarrollo y aplicación del conocimiento, imposibilita multiplicar su acceso, ser compartida y usada por grupos sociales cada vez más amplios.
Ciertamente, ha sido en este contexto el mundo de las organizaciones productivas donde se ha asentado durante los últimos años la noción de “Gestión de conocimiento”.
Se ha entendido por ella el control de los procesos que aseguran que una empresa sea capaz de aprovechar el desarrollo y la aplicación del conocimiento en sus procesos productivos.
La definición, empero, no inhabilita la oportunidad de asirse a ella para ampliarla hacia los ámbitos que determinan la manera en que las sociedades se organizan.
Del mismo modo que una deficiente gestión del conocimiento desemboca en que los procesos de una organización productiva se vuelvan anacrónicos, disloquen o, de plano, colapsen, de tal hipótesis la sociedades mismas no son ajenas.
La innovación es un proceso continuo, de eso no hay duda. Como tampoco de que se trata de un estadio que se propicia y al que se accede.
Una sociedad llega a ser innovadora, no es innovadora per se. Y ese llegar a ser está marcado por su éxito en estimular la formación en competencias complejas.
Que el Estado se desentienda de la gestión del conocimiento es grave y será cada vez más costoso con el tiempo.
¿Que el conocimiento puede expandirse? Sí, sin duda. Que el desconocimiento también, sí, trágica y raudamente.
Porque el desconocimiento no es sólo el contrario del conocimiento; es el signo de la ineptitud para resolver, de la incomprensión respecto del mundo y de la impericia frente a la vida.
Nada menos.