Han pasado cinco años desde que se reconoció que el mundo enfrentaba una severa crisis a escala internacional; crisis que ha demostrado la relación indisoluble entre la economía y la política. En el farragoso periodo que hemos vivido, no visto por sus penosas consecuencias sociales, inicialmente se consideró que la crisis tenía una razón y causa financiera; asumiéndose que los políticos y técnicos sabían qué hacer para enfrentarla. Por lo que de manera urgente tomaron medidas para inyectar liquidez a los mercados financieros y mantener los niveles de producción y empleo.
Casi simultáneamente, otras voces, relativamente disidentes, llamaron la atención en el sentido de que la crisis tenía más una razón económica que netamente de naturaleza financiera. Por lo que keynesianamente se acrecentó el gasto público para mantener la demanda agregada de los países más desarrollados, en un ambiente de previo endeudamiento público relativamente elevado. Tales medidas de mayor liquidez, por la vía monetaria, y de mayor gasto por la vía fiscal de deuda pública, fueron apoyadas de forma generalizada por autoridades nacionales y los organismos financieros internacionales.
De entonces a la fecha, mucha agua ha corrido por debajo del puente y millones de gentes han caído en el desempleo, al tiempo que cientos de miles cada día escudriñan en la basura de Europa para hacerse de algún mendrugo. Esta realidad ha producido amplias desavenencias de opinión técnica y ha desatado un fuerte enfrentamiento político sobre las medidas públicas instrumentadas. La discusión sobre el quehacer público se ha justificado por los magros y adversos resultados obtenidos, tanto en Estados Unidos (USA), como en la Unión Europea (UE).
Así, la crisis internacional ha recalado finalmente en el ámbito de la política, como lógicamente cualquiera hubiera esperado, no así por quienes asumen paradigmáticamente la enajenación de la realidad social por parte de la ciudadanía. Pero también ha revivido contemporáneamente un debate teórico de la economía, que algunos esperaban ya rebasado. Este debate instrumentalmente se puede concretar sobre el rol que el gobierno debe desempeñar para la marcha de la economía, específicamente en épocas de recesión.
Desde fines de 2007, al encenderse las alarmas públicas para atender la crisis, la visión sobre ésta y su resolución pareció tener un consenso técnico y político. Las medidas monetarias tomadas fueron de una gran rapidez, fundamentalmente por el riesgo sistémico que implicaba la crisis y por el peligro de una corrida bancaria que pudiese alcanzar dimensiones imposibles de controlar.
Las acciones financieras tomadas por USA resultaron insólitas, por los recursos anunciados públicamente para atender primordialmente las contingencias de instituciones financieras no bancarias, cuyo volumen inicialmente totalizaba $ 800 mil millones de dólares. A la par, las medidas públicas asumidas en el Reino Unido (UK) resultaron inmediatas para prevenir un colapso bancario generalizado. Con ello, el activismo monetario, que significó la inyección de liquidez, impactó las tasas de interés a cerca de cero por ciento, haciendo temer la inefectividad de la política monetaria.
Conforme se agudizó el efecto de la crisis sobre la producción se generó un desempleo a tasas inusitadas, por lo que los países desarrollados, y algunos emergentes, emblemáticamente USA; emprendieron un activismo fiscal, aumentado el gasto público y proveyendo recursos para salvar el cierre y la quiebra de grandes empresas. Francia y otros países pretendieron seguir los mismos pasos monetarios y fiscales, hasta que la UE asumió una posición colectiva, en consideración al posible efecto negativo que la crisis y el aumento de la deuda pública pudiese tener sobre el Euro.
Sin embargo, conforme las acciones monetarias y fiscales no rendían rápidamente los resultados económicos y de empleos prometidos, se acrecentaba el temor de generar una elevada inflación y un crecimiento explosivo de los pasivos públicos, tal como sucedió a la postre en Irlanda, Portugal y Grecia, el debate político se polarizó. Este debate llevó a que, una vez más, surgiera la dicotomía política entre conservadores y liberales sobre la política económica. Es decir, entre los que propugnaban por un mayor activismo económico del gobierno y los que deseaban menos activismo para sanear las cuentas públicas.
Así, la explicación inicial de la crisis mudó rápidamente de la necesidad de mantener la liquidez del mercado y la demanda agregada hacia el apremio por abatir la deuda pública que se abultó por la caída de los ingresos tributarios y por el elevado volumen de los apoyos fiscales brindados. De allí en adelante, la visión técnica sobre la crisis monotemáticamente se centró en la reducción del peso de la deuda por la vía de la reducción del gasto público. De esta manera, se transitó, en general, de una posición expansiva de gasto público a la Keynes, hacia una actitud conservadora monetarista, para establecer gobiernos más limitados en su activismo económico y, consecuentemente, en sus responsabilidades sociales.
El viejo debate teórico, así, fue actualizado entre los llamados nuevos monetaristas y los nuevos keynesianos, bautizados así desde fines de los 1980’s (Gordon J. R., Macroeconomics). Los primeros habían, desde entonces, proclamado la ineficacia del activismo monetarista y fiscal en virtud de las expectativas económicas, denominadas racionales. Las expectativas, se conjeturó, hacían que los agentes económicos anularan las medidas para aumentar la demanda agregada y el empleo, y dado que la oferta macroeconómica era rígida, el activismo público terminaba produciendo más inflación. Dentro de esta perspectiva también había surgido la teoría de que la productividad de los factores de la producción era la causa de las recesiones. Posición que históricamente la realidad anuló, al demostrarse que la caída de la productividad era consecuencia de una recesión económica y no su causa (Krugman, P. y R. Wells, 2011, Introducción a la Economía Macroeconomía).
La otra visión teórica, de los nuevos Keynesianos, mantuvo la conveniencia de que el gobierno gastara más en los periodos recesivos, por su efecto multiplicador en la producción y en virtud de los microfundamentos de la economía, concretamente por la rigidez del empleo y los salarios. En esta perspectiva, la oferta macroeconómica se asumió que no es rígida, por lo que un incremento en la demanda termina en el corto y mediano plazos aumentando la producción y el empleo y no necesariamente los precios.
Agregadamente, tal como prevalece en los USA, los nuevos Keynesianos habían considerado que una política monetaria activa, por ejemplo sustentada en bajas tasas de interés, ayuda por la vía de la liquidez y el crédito a aumentar la producción y el empleo. Esta posición parece no haber estado a mayor debate entre los nuevos monetaristas y nuevos keynesianos, es decir entre pro-activistas y no activistas de la acción del gobierno para aplicar medidas anticíclicas, es decir anti-recesivas.
Presentado de manera muy breve y simplificada, para fines expositivos, el debate económico actual sobre el rol del gobierno para atemperar una crisis de producción y empleo, y en espera de que resulte inteligible para los lectores, permite comprender el contexto de las desavenencias políticas que han terminado por tratar de gobernar la crisis que tanto afecta a USA y Europa. Estas desavenencias políticas han generado comportamientos y secuelas inéditas, mientras sus consecuencias económicas depresivas parecen no terminar.
En primer término, los partidos conservadores identifican hoy, en general, como una causa del agravamiento de la crisis el mayor activismo gubernamental. Aún más, hoy tales partidos, en varios casos hechos gobierno, asumen que la resolución de la crisis transita no sólo en la reducción del activismo gubernamental para abatir la deuda pública, sino también en que es necesario desmontar el sistema de protección y bienestar social para apoyar la reducción del gasto público. Aún sin negar que medidas contraccionistas de la demanda para paliar condiciones recesivas puedan dar lugar a frutos en el largo plazo, se olvida que al principio de la crisis mucho se argumentó que ésta se debió a la inadecuada regulación y supervisión financiera; es decir que la crisis se debía a la ausencia de gobierno, más que al exceso de éste.
En segundo lugar, en especial en la UE, la crisis ocasionó que los partidos conservadores tomaran democráticamente en algunos casos el gobierno, bajo la promesa de lograr mejores resultados económicos en el corto plazo y se protegiera al sistema de bienestar social, reduciendo también la deuda. Sin embrago, en aras de solventar la crisis, se llegó al extremo de violentar el marco democrático imperante, como han sido los casos de Grecia e Italia. En estos países se impuso a los Primeros Ministros sin haber sido previamente electos para el Congreso Nacional, como las reglas generales democráticas lo habían establecido desde mediados del siglo pasado. Bien se puede decir que en esos países acontecieron golpes técnicos de estado, dado que en aras de la “técnica económica” se desplazaron a los políticos electos de las tareas ejecutivas gubernamentales.
En tercer lugar, en tanto en USA el partido en el poder y el gobierno reelecto pugnan por mantener el activismo económico público y proteger a la población más vulnerable, en casi toda Europa prevalece la visión de un menor estado como formula para salir de la crisis, a costa de más pobreza y desamparo social para la mayoría de la población. En estos casos, la masa ciudadana, voluntaria y democráticamente, ha construido su camino al desempleo y a la pobreza. En otros casos, como el de Francia, agotada la agenda conservadora, el regreso de la socialdemocracia ha pretendido balancear el costo de la crisis entre todos los sectores sociales y quitar privilegios fiscales.
La efectividad de las medidas tomadas políticamente contrasta prístinamente entre USA y la UE. Sin haber resuelto las consecuencias de la crisis, por la clara oposición de los republicanos al activismo económico gubernamental, los logros de empleo y producción en USA discrepan con la depresión económica que parece perpetuarse en casi toda la zona del Euro. Buena parte de Europa no sólo ha vivido cinco años de crisis, sino ha estado sufriendo una regresión social equivalente a casi treinta años de prosperidad, confirmando que más se sufre cuando se deja de tener, que cuando no se ha tenido. Allí los jóvenes enfrentan un presente y un futuro sin empleo.
El costo de la resolución de la crisis internacional y la asignación de quien mayoritariamente lo asume ha radicado totalmente en el terreno de la política. Las políticas económicas han sido consecuencia de ello. Pensar que éstas se dan per se, es una ingenuidad supina. Creer que el sistema económico funciona en automático es enajenar la vida de toda sociedad. Por ello, no puede haber política económica, sin economía política, la res pública, la cosa pública, circula dentro del marco de la política y el derecho. En este marco radica el futuro del presente, sin olvidar que, como bien lo decía el viejo John M. Keynes: “Los hombres prácticos, quienes creen ellos mismos estar bastante exentos de alguna influencia intelectual, son usualmente los esclavos de algún economista difunto” (The General Theory of Employment, Interest and Money, Chapter 24).