Seis eruditos que pensaban y escribían en griego entre los siglos VII y V a.C. sondearon la realidad fundamental del mundo, una tentativa notable por su audacia y por instaurar la asignatura que se conoce como metafísica a partir de la clasificación de las obras de Aristóteles. El desafío de estos fundadores de la filosofía en Occidente coincidió en postular un elemento material y natural como principio de todo, no sólo del cosmos independiente de los seres humanos, sino también del cuerpo y la mente de estos últimos, que así vendrían a ser una unidad con el resto del mundo. En pocas palabras: para los sabios de la remota antigüedad griega sólo existiría la physis, substancia material y “realidad última” que es el antecedente más remoto del materialismo y el fisicalismo. Physis es una transliteración de Φυσις vocablo griego que al proceder de phyo (brotar, crecer) indica, precisamente, “naturaleza.”
En Mileto, el extremo oriental de la Hélade actualmente situado en Turquía, hace 26 siglos floreció el primer humano que en Occidente ha merecido el nombre de filósofo, no sólo por tratarse de alguien dedicado a pensar sistemáticamente sobre cuestiones trascendentales, sino de un apasionado fisgón de la naturaleza y del ser humano. Esto fue precisamente Tales de Mileto (624-546 a.C.), quien inició la indagación y el debate sobre la sustancia última del mundo, que para él necesariamente sería el agua. Tales se interesaba en todo ‒desde la historia hasta la ingeniería y desde la política hasta la cosmología– pero negaba que los dioses del Olimpo fueran los creadores del mundo, pues delimitaba la capacidad generadora a las fuerzas y leyes de la naturaleza. Además del primer filósofo natural, ¿sería también el primer ateo?
Anaximandro de Mileto (610-545), discípulo de Tales, rectificó la noción hídrica de su maestro al colegir que sólo algo infinito y sin forma puede ser el principio de todo lo existente. Denominó ápeiron (de άπειρον, ilimitado) a este fundamento. Mediante una sorprendente abstracción, Anaximandro consideró que el ápeiron no sólo era origen de todas las cosas, sino también su destrucción y destino final. En ciclos eternos de creación y destrucción todo brota y todo regresa a este fundamento inmortal, infinito y amorfo, además de indefinible e inefable, pues rebasa los límites de la lógica y el lenguaje para semejar un ente mítico y simbólico inabarcable: una divinidad natural.
El siguiente eslabón de esa cadena de pensadores, Anaxímenes de Mileto (585-528), discípulo de Anaximandro, se convenció de que la materia primera o physis del cosmos debe ser el aire, probablemente al considerar la importancia que tiene la respiración en los seres vivos. A pesar de que el aire parece un repliegue conceptual en relación al más abstracto y absoluto ápeiron, Anaxímenes introdujo una crucial novedad en la esencia del cosmos: la transformación. Para atrapar la mutabilidad, razona que el aire sufre una condensación al formar las nubes y ésta una condensación adicional para generar el agua. A la inversa, por un proceso de rarefacción la piedra da origen a la tierra y ésta, mediante otra rarefacción, al agua. Así, el cambio llega a ser crucial en la fábrica del mundo y en el pensamiento de Heráclito de Éfeso (535-475 a.C.), llamado a veces “El Oscuro”, para quien el fuego debe ser la sustancia básica del cosmos.
Además del devenir como un factor necesario y permanente identificado con el fuego, Heráclito concibió un principio ordenador del universo que resultó permanente para toda la filosofía posterior: el Logos, que hemos glosado hace poco. Heráclito teje este trascendental concepto sobre las propuestas de sus antecesores, pues acepta un principio como fuente y destino de todo lo creado, así como un elemento necesario de cambio y transformación que encarna de manera diáfana su metáfora del río, la cual suele expresarse así: “ningún hombre puede bañarse dos veces en el mismo río.” Y si en efecto no es posible sumergirse dos veces en las mismas aguas de un río, la diáfana imagen también implica que el ser humano no es el mismo con el paso del tiempo y que su experiencia está en permanente flujo, como lo está el resto del mundo.
El Logos universal se manifiesta en el ser humano como la razón y la voz: una ley universal rige al mundo, a la mente, a la expresión y a la lengua. Esta armonía o igualdad entre la physis del mundo físico y la operación de la razón humana constituye un heraldo de las nociones muy posteriores de la mente como un fenómeno natural, sujeto a las leyes naturales. El erudito de la filosofía griega Werner Jaeger apunta que la armonía de la vida humana para Heráclito depende de la unidad de los contrarios, la cual “se concibe como una biología que abarca, en una unidad compleja y peculiar, lo espiritual y lo físico como hemisferios de un solo ser.”[1]
Opuesta en apariencia a la fogosa dialéctica de Heráclito, está la de su contemporáneo Parménides de Elea (510-440) quien, a partir de una epifanía, se convenció de que la esencia del mundo debe ser un ente único, permanente y estático. A diferencia del ápeiron de Anaximandro, este ser fundamental estaría exento de la creación y la destrucción: lo concibe inmóvil, homogéneo, acabado y perfecto. Su pensamiento sobrevivió en fragmentos de un Poema escrito en un estado de trance y con el cual inaugura una indagación sobre el conocimiento como recurso de sabiduría para los seres humanos. Es así que el Poema de Parménides subraya el camino en busca del saber verdadero, el tránsito de la sombra a la luz, de la ignorancia al conocimiento.
Llegamos a dos pensadores contemporáneos del legendario Sócrates (470-399), cuyas concepciones son tan precursoras de la ciencia moderna como relevantes al problema mente-cuerpo. El primero es Demócrito de Abdera (460-370) quien de manera célebre concibió el mundo constituido por átomos, partículas elementales e indivisibles (de a privativa y tomos, cortar), y por el vacío entre ellas. No sólo el cosmos material estaría así constituido, sino también la mente humana, como se confirma en este fragmento: “Por convención, el color; por convención, lo dulce; por convención, lo amargo; pero en realidad átomos y vacío.”
Dos y medio milenios más tarde, en pleno siglo XX, el astrofísico británico Sir Arthur Eddington (1882-1944), propuso una parábola afín al anotar que su escritorio, percibido como un objeto sólido, colorido y liso, en la fofa y socavada realidad de la física cuántica no es sino un agregado de partículas elementales y enormes distancias entre ellas. El vacío cuántico parece en efecto avasallador: si un átomo tuviera el tamaño de un gran estadio de fútbol, el núcleo central tendría el de una pelota de tenis, mientras que los electrones, de masa nimia y sin volumen, girarían sin ubicación precisa entre las gradas, incluso en dos sitios a la vez…
El otro cimentador de la ciencia moderna en la cultura griega clásica es Hipócrates de Cos (460-369), el reconocido “padre de la medicina,” quien de manera precoz ponderó al cerebro como el órgano de la mente. Consultemos algo más a Hipócrates pues los científicos y pensadores ulteriores han constatado que, en efecto, el cerebro es crucial para que ocurran las actividades mentales.
[1] W. Jaeger 1962: 179-180.
IÑUMINADOR
SIEMPRE EN EL MARCO DE LOS ENSAYOS ANTERIORES.
CON RESPETO Y REVERENCIA A LAS REFLEXIONES DE LOS BUSCADORES DE LA VERDAD DEL PASADO Y DEL PRESENTE.
ALGUNOS OFRENDARON SU VIDA POR DEFENDER SU BÚSQUEDA Y ENCUENTRO . POR NOMBRAR UNO CONOCIDO: GIORDANO BRUNO. UNO CASI DESCONOCIDO, MIGUEL SERVET. CRISTIANO, PERSEGUIDO POR CATÓLICOS Y PROTESTANTES. MURIÓ QUEMADO VIVO EN LEÑA VERDE CON DOLORES INDECIBLES, CON LA COMPLACENCIA DE CALVINO.
QUE TERRIBLE ES EL EXCLUSIVISMO Y LA CREENCIA COMÚN DE CREER QUE UNO ES EL POSEEDOR DE LA VERDAD ABSOLUTA.