Los enfrentamientos virtuales entre simpatizantes y opositores del actual gobierno de la República están ventilando problemas que hemos normalizado y heredado a cada generación. Tal es el caso de la discriminación racial que caracteriza nuestra idiosincrasia y que opera como un elemento enraizado en las relaciones sociales. Tan arraigada tenemos aquella normalización que ignoramos la posición que ocupamos dentro de una complejidad basada en la superioridad de un tono de piel sobre otro.
Quizá tengo una percepción equivocada, pero me da la impresión que las discusiones sobre este tema están surgiendo dentro de un círculo cerrado; mejor dicho, entre quienes han tenido el privilegio de gozar de una posición económica desahogada y que además se encuentran gozando de las ventajas de ser blanco. Ellos exponen la discriminación que sufren “otros” por su color de piel y debaten la existencia de conceptos que probablemente desconocen los “afectados”, como es el caso de la denominada pigmentocracia.
Más allá de los actores y las razones que detonaron los debates en redes sociales, resulta trascendente que la exposición de conductas promotoras del desprecio humano se mantenga vigente y remueva las células sociales. Sin embargo, dadas las condiciones que delinean la pluralidad cultural en México, donde todos somos propensos al racimo –y no sólo como víctimas, sino como victimarios–, se debe abordar lo que acontece en diversos ámbitos de la comunidad, especialmente en aquellos más cercanos a una cotidianidad que va más allá de la esfera burocrática o académica, y donde es posible apreciar que, desafortunadamente, y por analogía con otra de las grandes afecciones de nuestra nación, como es la corrupción, los comentarios racistas trascienden clases sociales y son transversales a toda la gama de pigmentos que derivan del mestizaje.
Al respecto, Luis Ortiz Hernández refiere que: “Desde la colonia, los ‘mestizos’ y ‘mulatos’, al contar parcialmente con un ancestro europeo, han podido tomar parte del provecho del privilegio blanco, de modo que han ocupado posiciones intermedias en la jerarquía ocupacional y de estatus”. En ese sentido, ubicarse por debajo de unos y por encima de otros a partir de la piel que habitamos, conlleva a lo que ya había advertido: hay quienes juegan un papel ambivalente dentro del conflicto racial.
Es decir, en México los problemas raciales no están polarizados por la disputa entre dos razas, tal y como sucedió durante el apartheid en Sudáfrica o como ocurre en algunos estados de la Unión Norteamericana, sino que se trata de una cadena de reacción que desciende por una diversidad de pigmentos. Eso significa que el racismo no es exclusivo de las personas de piel blanca sobre las de piel oscura, tal y como demuestran diversos estudios sobre el tema, dentro de los que destacan los del INEGI, OXFAM y la CEPAL, donde es posible apreciar la composición de una paleta de pigmentos que inicia con el blanco y finaliza con el negro, el cual corresponde a los afrodescendientes.
Por supuesto que esa heterogeneidad contrasta con el mestizaje al que fueron sometidos los pueblos indígenas durante La Conquista, y donde los colonizadores establecieron un sistema de castas basado en la prevalencia de la sangre española, por lo que la superioridad iniciaba con los blancos –peninsulares y criollos– y descendía con los castizos, mestizos, mulatos, moriscos, zambos, albinos, saltapatrás, coyotes, chinos, y así sucesivamente hasta llegar a quienes se consideraba más inferiores. Para desventura de los pueblos originarios y los esclavos africanos, siempre ocuparon la posición más despreciada y relegada.
No me atrevería a afirmar que antes de La Conquista no hubiera un conflicto racial; no obstante, tomando como punto de partida el mestizaje en comento, es posible apreciar un conflicto racial actual, sucesivo y continuo. Por lo que, dentro de esa complejidad, podemos percibir a quienes se dirigen a los que tienen la piel más oscura con expresiones indudablemente racistas, a partir de un deseo de superioridad, por ejemplo:
- Las frases: “¡Pareces indio o india, además, bajado del cerro a tamborazos!”, “¡tienes cara de totonaca!”, “¡eres un oaxaco!” o “¿se va a casar con esa india?”, entrañan la alusión a grupos tradicionalmente excluidos, por lo que refieren a ellos para potencializar una supuesta civilización que conlleva el simple hecho de ser mestizo y habitar en las ciudades. Por lo tanto, el uso de esas expresiones es sinónimo del deseo por separarse del ser originario de estas tierras, eso sí, en una justa deportiva hay que portar el penacho y los caracoles como símbolo de pertenencia ¡Qué contradicción!
- Qué decir del: “¡Es morenita pero simpática!” y “¡está bien prieto!”. Dado que el ser moreno ya de por sí no es una gracia, cuidado y no se cuente con algunas virtudes como la simpatía, generosidad, gentileza o inteligencia, porque difícilmente habrá luz en la sociedad. Lo que resulta más cruel es cuando la primera expresión, dependiendo del sexo, es utilizada para referir a un recién nacido, pues justo ahí es donde se halla la transmisión de prejuicios, complejos y estereotipos que recrudecen los discursos y acciones discriminatorias.
- Por su parte, el “¿qué va a llevar güerita?”, que tanto se pregona en los mercados y tianguis populares, es la reproducción del enaltecimiento de los blancos, pues se considera que las personas con un color de piel más claro son quienes ostentan recursos económicos suficientes para gastar en todo lo que apetezcan sin ninguna restricción. Por lo tanto, detrás de un halago se esconde una tradición impuesta por quienes han dominado la escala social desde hace varios siglos.
Y como esas frases hay todavía mucho más. El problema es tan grave que, a pesar de que las familias populares pueden estar integradas por personas que recorren diversas tonalidades de piel, incluyendo unas más oscuras que otras o si se prefiere, menos claras, es factible que exista discriminación y hasta exclusión, reviviendo aquel cuento corto del “Patito feo” o la emblemática película de Joselito Rodríguez “Angelitos Negros”.
Con este texto no pretendo minimizar en absoluto el racismo tradicional que atañe a los blancos, ni negar que aquellos son quienes gozan de más privilegios en México como afirman las estadísticas, sino poner de manifiesto que, desafortunadamente, el problema en nuestra sociedad es laberíntico y que el racismo desciende hasta llegar a las personas indígenas y afrodescendientes. Tan sólo hay que buscar noticias en torno al bullying, sobre adolescentes indígenas en escuelas secundarias públicas de la Ciudad de México, para constatar este hecho.
Por consiguiente, valdría la pena que el debate sobre este tipo de discriminación no se reduzca al espacio virtual y a un grupo que está consciente de sus privilegios, sino que analicemos y modifiquemos lo que hemos normalizado. Por ello, resulta crucial reflexionar este asunto desde los diversos ámbitos que integran nuestra cotidianidad, como: los hogares, iglesias, escuelas, centros de esparcimiento, centros comerciales, mercados y supermercados, etc., y tratemos de eliminar alusiones racistas de nuestro lenguaje, de tal forma que se bloquee la transmisión a las nuevas generaciones. Las niñas y los niños no merecen esta herencia.