En estos días, nuestra región ha sufrido varios episodios desafortunados y penosos hechos de violencia criminal de alto impacto contra los ciudadanos de distintas facciones sociales. En la Ciudad de México, por ejemplo, el atentado contra el titular de la Secretaría de Seguridad Ciudadana (SSC), Omar García Harfuch, el pasado 26 de junio. Por otra parte, el asesinato este 1º de julio de German Vallecillo Jr. y Jorge Posas, trabajadores de la comunicación periodística en la atlántica ciudad hondureña de la Ceiba, estremece los cimientos propios de la libertad de expresión y de prensa.
En un principio, es necesario mencionar la paradoja existente entre el confinamiento al que han sido sometidos amplios sectores de nuestros países –gente honesta y trabajadora– pero se observa a través de estos eventos que los delincuentes no descansan en sus cavilaciones, y se comprueba que al margen de la ley se han saltado las disposiciones legales para causar daño.
Aquí habría que preguntarse qué papel juegan los sistemas de inteligencia y de seguridad para anteponerse a hechos de esta naturaleza. ¿Es necesaria una mayor proactividad de los órganos de seguridad de nuestros países? Debido a la corrupción, ¿habrá fuga de información desde las centrales de inteligencia que permita a los delincuentes facilitar el camino para llevar a cabo estos abominables ataques? Sin lugar a dudas, estas interrogantes ameritan un debate amplio –que permita trabajar bajo una mirada interdisciplinaria– en torno al tema de seguridad ciudadana, la cual se ha visto seriamente afectada de manera mayúscula en este tercer milenio y ello ha minado la confianza que desde nuestros entramados sociales se tiene en los cuerpos del orden.
Es impresionante que no solamente nos enfrentamos a un virus inmaterial, sino también al “virus de la violencia”, que se inocula en personas de diversos estratos sociales, moviéndose en las líneas oscuras de la indecencia y al margen de la ley. Producto quizás de sentirse atacadas en cuanto al desarrollo de sus actividades ilícitas.
A casi cuatro meses de una cuarentena obligada, es preocupante observar cómo el cansancio del encierro se ha visto explosionado a través de estos fortuitos eventos violentos en el espacio público. A mi parecer, la violencia surge a raíz de la imposibilidad humana de alcanzar acuerdos y consensos, pues las visiones contrastadas de lo que es bueno y útil –visto siempre desde la legalidad– en muchas ocasiones trastocan intereses que benefician a pocos, pero que afectan la gobernabilidad y la paz de nuestras sociedades.
En definitiva, la moraleja en estos asuntos es que hace falta un incremento en la labor preventiva policial que permita garantizar que exista una mayor presencia de personas que transitan en los caminos de la licitud en nuestras calles –obviamente bajo los más estrictos protocolos de bioseguridad, producto de la actual pandemia sanitaria–, así como potenciar la capacidad indagatoria y anticipatoria de personas y grupos que alteran el orden y la legalidad.
Posdata: De acuerdo al Índice de Paz México 2019, el año anterior la violencia en el país norteamericano generó un costo económico 5,16 billones de pesos –equivalente al 24% del Producto Interno Bruto (PIB) nacional–. Entretanto, de acuerdo a una reciente investigación del Fondo Monetario Internacional socializado en el presente año, afirma que el costo económico de la violencia en Honduras corresponde al 16% de su PIB (mismo porcentaje corresponde a El Salvador). Es en estos países del triángulo norte centroamericano (Guatemala sufre 7% del costo económico producto de la violencia) donde los embates de una violencia entronizada en el tejido social, perdura a través del tiempo con secuelas emocionales negativas para sus residentes.
También te puede interesar: Liderazgo para gestionar el bienestar global.