En 2003 se estrenó “Les invasions barbares”, la segunda parte de la trilogía de Denys Arcand, precedida por “Le déclin de l’empire américain” –La decadencia del imperio americano– y continuada por “L’Âge des ténèbres” –La edad de la ignorancia–. En ella, el protagonista, Rémy, hace un racconto de su vida acompañado de su hijo –su némesis más querida–, rodeado de sus amigos; con su hija en medio del océano Pacífico; pagando sus deudas, viendo cómo se derrumban sus utopías y enfrentando sus fantasmas.
Se trata de un hombre y sus contradicciones, de su profundo amor por la vida, de su coraje y de la muerte; del fin y de la continuidad de lo que más amamos.
Así como a Rémy, el cáncer lo impulsa a enfrentar lo que no pudo hacer, ni ser. El coronavirus, por estos días, nos muestra que lo que está en juego son nuestros dos cuerpos: el físico y el social. Sí, es posible enfermar e incluso morir; pero lo que sí es seguro es que vamos a perder. En esta vuelta de la rueda de la fortuna no saldremos indemnes.
Se dice que estamos aprendiendo o recibiendo una lección de la naturaleza. Que los seres humanos hemos sido soberbios y egoístas con el planeta, que si no entendíamos por las buenas, tendría que ser por las malas, que tenemos que vivir de otra manera, que debemos valorar la sencillez, prescindir de lo innecesario.
Hay tanta grandilocuencia explicativa por estos días, tanto ruido tautológico, será por el confinamiento o por el apuro por encontrar una solución expedita a la incomodidad psíquica que estamos padeciendo por tener al futuro en pausa. Llenamos cuartillas y cuartillas de palabras, buscamos explicaciones; nos tragamos cuanta teoría hay sobre el origen de lo que estamos viviendo e hipótesis sobre lo que nos espera. Se nos pasan los días, las semanas y los meses esperando la vacuna, esperando la medicina que nos saque de esto, para poder así regresar a nuestra bienamada normalidad.
Planeamos resistir “las invasiones bárbaras”, nos rebelamos ante el hecho de sentir trastocada la vida que entendíamos y que, aunque tantas veces desdeñamos, podíamos predecir. Echamos de menos la cotidianidad, la mano y el abrazo; la posibilidad cierta de la piel y el beso de los otros. No queremos algo distinto, nos repelen los nuevos códigos sociales; nos violenta la idea de la espera. Nos frustra, no la dimensión distinta de nuestra vida, sino lo raro que nos resulta todo esto.
Nuestros bárbaros nos acechan, nosotros los esperamos como en el poema de Kavafis y visualizamos lo que su llegada nos significará. Pensamos en lo que tuvimos y fuimos, nos prometemos no dejarnos vencer. Cantamos canciones a distancia, aplaudimos desde nuestros balcones a los héroes que nos sanan. Imaginamos en lo primero que haremos cuando venzamos al COVID-19, cuando sometamos a la nueva normalidad que la plaga y el miedo nos quieren imponer.
Se dice que, nos cueste lo que nos cueste, saldremos adelante y que incluso podríamos aprender alguna lección de todo esto, que la pandemia podría hacer al mundo un lugar mejor.
El optimismo no debe dar para tanto, con sentido de realidad se puede afirmar que, como tantas veces en la historia de la humanidad derrotaremos a los bárbaros. Lo haremos no sólo porque tenemos un enorme instinto de sobrevivencia y capacidad de adaptación, no sólo porque podemos ser solidarios y generosos, ni porque somos infinitamente creativos en lo artístico e inventivos en lo científico, sino que, en definitiva, no hay nada más humano que la vocación por el poder, es por eso que nunca nos rendimos.
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