Una de las diferencias que más llaman la atención cuando se enfrentan experiencias judiciales en países europeos, o en jurisdicciones como la estadounidense o la canadiense, es la credibilidad que permea al conjunto del procedimiento, a las instancias de autoridad que intervienen, así como a las partes y a cualquiera de los que coadyuvan a la administración de justicia. Esta percepción puede reducirse al ejemplo mínimo de presentar en juicio una fotocopia, que ante mi asombro fue tomada como válida sin más cuestionamiento. A nadie se le ocurriría, según mi colega extranjero, pensar siquiera en que la misma difiera del original.
Esta condición es un andamiaje cuyas bases profundizan en razones históricas más elocuentes que las meramente procesales, y cuyas consecuencias bañan, también de modo destacado, los alcances de una sociedad en las que unos le creen a los otros. La falta de cumplimiento de compromisos jurídicos, antes que un mero trastoque del “deber ser” que la legislación idealmente procura y favorece, es una erosión de los valores de credibilidad que permiten que la maquinaria comercial funcione, y que las redes comunitarias se sostengan y reproduzcan positivamente.
En las jurisdicciones a las que me he referido, a los testigos se les cree a pie juntillas, los peritos dictaminan honestamente e incluso quienes declaran ante un jurado, como actor o demandado, juran decir la verdad, y 99% de las veces la dicen. Los abogados conocen las pruebas de su contrario antes del juicio, y con ello pueden asesorar adecuadamente y lograr acuerdos que permitan ahorros considerables en tiempo y recursos.
En nuestro país, en cambio, y en otros muchos de la región, los procedimientos han tenido que llenarse de formalismos absurdos y burocráticos, que muy poco tienen que ver con la impartición de justicia, pero que son la única manera de dotar de credibilidad al sistema. Hemos hecho, de la certificación notarial y los sellos, un credo en el que el símbolo ha substituido a lo representado. Seguro que usted, querido lector, habrá pasado por algún procedimiento o juicio en el que se preguntaba dónde estaba la justicia que se perseguía. A fuerza de formalismos y demoras, lo principal se diluye y la razón de ser de la ley se distorsiona hasta el punto de su extinción.
La falta de confianza que tenemos entre nosotros, nos conduce a trámites interminables en todos los órdenes, imponiendo al comercio trabas y obstáculos que minan la eficiencia y la destreza para competir. Lo que debería ser una firma de un contrato de arrendamiento de un local comercial, liso y llano, ha de derivar hacia una afianzadora que, luego de escrupulosos estudios y dictámenes de soporte de garantías, entonces podrá librar un documento en el que promete cumplir, ante el inminente incumplimiento de su acreditado. Cada vez que alguien incumple un pago, la larga secuela de incumplimientos se inicia, con las graves consecuencias de tener que subsanar lo que se tenía por seguro.
Al propio tiempo, la brutal ineficiencia que hemos introducido en toda forma de proceso legal, conduce a tratar de evitar caer en un tribunal so pena de perder años en los intrincados laberintos de la “justicia”, favoreciendo con ello a los incumplidos y evasores. Como parte de este código cultural, al que toma ventaja de las ineficiencias del entorno se le mira como el exitoso que conoce y manipula el sistema a su conveniencia.
La ley debe aplicarse con absoluta contundencia, sin miramientos, no sólo porque es la única forma civilizada de materializar la justicia y la seguridad como valores sociales, sino por la indeclinable obligación de modular la conducta de todos. Cada vez que una norma se incumple en beneficio de alguien, dos más serán los que repliquen la conducta. Uno, el evasor original, dos, el imitador inmediato, inspirado en el “éxito” del modelo. Al final, un abogado medianamente apto, confabulado con la corrupción inherente a un sistema decrépito y humillado, con toda facilidad podrá vestir de “recurso legal” cualquier maniobra artificial para demorar o eludir las responsabilidades de su cliente.
Ésa es la forma en la que, por contagio, el aparato completo de este organismo llamado sociedad mexicana se ha ido gradualmente enfermando hasta llegar a estados de ilegalidad irrecuperables. La vemos por cada rincón de nuestra vida social, reproduciéndose a velocidades inéditas. El que se casa dos veces, el que no da pensión a los hijos abandonados, el que no paga la renta, el que atropella y huye, el que rompe contratos para no cumplir adeudos, el que encuentra pretextos para incriminar al otro, el que demanda para retrasar obligaciones, y así podemos llenar la plana.
En este deterioro cultural el daño es irrecuperable, ya que el convenio de moral mínima que la ley supone es transgredido permanentemente, construyendo el postulado de que, los cumplidos, siempre son los perdedores. Es el cáncer de la desconfianza y el descrédito, avanzando sigiloso, inexorable, exponencial, entre todos los circuitos de nuestra vocación transgresora.
Ante la llegada del nuevo gobierno surgen dos primicias: primero, que todos tratemos de restaurar la confianza perdida a través de esos pequeños actos de restauración que la vida cotidiana ofrece; el otro, exigiendo a las autoridades aplicar la ley por igual, sin privilegios, evitando flexibilizarla hacia los estamentos populares, en la búsqueda de mantener el capital político.