En la antigua Babilonia Nabucodonosor soñó con una enorme estatua, con cabeza de oro, torso de plata, caderas de bronce, piernas de hierro y pies de barro cocido. De pronto, una piedra cae rodando hacia la escultura, chocando contra los pies y la hace desmoronarse debido a la fragilidad del elemento con la que se había hecho la base, por muy fuertes y sólidas que fueran las del resto del cuerpo.
Maradona tuvo pies de oro, piernas de plata y tronco de bronce. Su mente más que de barro, estaba formada de narcisismo, grandilocuencia e irresponsabilidad. El oportunismo, la viveza y, por qué no decirlo, la trampa, también habitaban esa cabeza.
¿Se puede ser contradictorio y hasta ruin en la vida privada y genial en otros ámbitos?, desde luego que sí. La historia está llena de ejemplos de héroes imperfectos, crueles y ególatras. ¿Exculpan el talento y la genialidad los errores e incluso los delitos?, para nada.
El ser humano es por naturaleza un animal con caras múltiples, las zonas grises de cada uno de nosotros no evitan que tengamos polos negros y otros luminosos.
Ser incoherente no es una anormalidad, es un hecho cierto de nuestra psique.
En tiempos en que lo políticamente correcto se ciñe como un manto autoritario que busca en el purismo y las verdades ciertas redimir los abusos, discriminaciones y horrores que se han cometido desde siempre, resulta fácil derribar al héroe con pies de barro o enjuiciar la mente del jugador habilidoso.
Maradona fue un magnífico deportista, también fue drogadicto y alcohólico, un populista de punta a cabo, un personaje funcional a intereses políticos y financieros. También fue el ídolo de niños y el sueño de multitudes, el símbolo de que se podía salir de la pobreza con un balón y valentía. En definitiva el vivo retrato del caudillo latinoamericano.
La verdad es que había muerto hace ya varios años, el sujeto que pululaba por programas de televisión y estadios de futbol en el último tiempo era la sombra, el lastre de lo que alguna vez había sido: un niño corriendo detrás de una pelota, en una cancha de tierra, queriendo devorarse el mundo.
Esta imagen no salva al gigante caído, pero le sigue dando esperanzas a millones para soñar y, ojalá, no sólo aprovechar el talento que se tiene, sino que también, a ser mejores personas y hacer del mundo un buen lugar para los niños y niñas que siempre seguirán jugando con un balón.
También te puede interesar: La utilidad de los fracasos.