Náufrago, ¡vive tu aventura!

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Mi barco se hundió una tempestuosa tarde de 1895. Una ola de varios metros de altura nos embistió por babor sin que nada pudiésemos hacer para impedir que cediera nuestra embarcación. Fui arrastrado por la corriente. Luché para no hundirme durante varias horas y, cuando empezaba a desfallecer, me topé con un madero suelto del barco. Con mis últimas fuerzas lo monté y me até como pude a él para evitar caerme. Varios días pasé en altamar hasta el momento en que el madero dejó de moverse. Había encallado en un arrecife de coral. Alcé la vista y distinguí una playa virgen. Me desaté y, pese a rasgarme la pierna derecha con el banco de coral, alcancé la playa donde agotado. Cuando me volví a despertar me encontraba en una choza cerrada en la que apenas entraba algún rayo de luz. Estaba desnudo en una hamaca. Quise incorporarme para buscar mis vestimentas, pero una voz me retuvo.

La faafaigofie. Easy.

Mi vista se empezó a acostumbrar a esta cuasi oscuridad y pronto divisé unas manos que me ofrecían comida servida en una hoja de palma a modo de plato y agua de coco. Bebí y comí un poco, pero me encontraba ardiendo de fiebre, por lo que no puse seguir ingiriendo alimentos y me volví a dormir. Con los pasos de los días mejoré y, finalmente, al quinto día pude dar mi primer paseo fuera de la cabaña usando a mi protectora de muleta. Esa misma noche consumamos nuestra relación, pese a no conocer siquiera el nombre de mi rescatadora.

naufrago
Imagen: Sara Lew.

Al día siguiente, me llevó ante su padre. Ahí se encontraba otro náufrago que llevaba años viviendo en la isla y que me sirvió de traductor. Estaban dispuestos a acogerme en la isla a condición de que me casase con la hija del jefe, mi misteriosa amiga, y que los ayudase a luchar contra otros isleños con los que tenían una larga pugna y que solían hacer desembarcos piratas para llevarse mujeres y comida, amén de matar hombres. Con la ayuda de Peter aprendí el idioma. Tras verificar la isla concluí que el mejor punto para presentar batalla sería el bosque que mediaba desde la playa hasta la aldea. Tenía mucha vegetación y sería fácil cavar trampas, así como esconder algunos cuantos hombres que lanzasen sus dardos envenados y huyesen para atraer al enemigo a una trampa donde los rodearíamos y destruiríamos.

Pasaron más de dos años sin que hubiese noticias de los agresores. De mi unión con Taranga nacieron un niño y una niña. Finalmente, un día el vigía anunció que varias decenas de canoas se aproximaban. Los niños, las mujeres y los ancianos se retiraron a una cueva secreta de la montaña sagrada. El plan salió a la perfección y aplastamos a nuestros enemigos. Nuestras bajas fueron mínimas, pero entre los fallecidos tuvimos que lamentar la muerte de mi suegro el gran Tinah. Eso me convirtió en el rey de la isla. Poco a poco conseguí invadir otras islas. De forma que, al cabo de unos años, ya controlaba todo el archipiélago. Sin embargo, tenía una última prueba que pasar. Sabía que tarde o temprano llegarían navegaciones europeas ansiosas de apoderarse de la isla. Tenía que buscar una forma de impedir la invasión sin el uso de la fuerza ya que, al no disponer de armas de fuego, no podría plantar cara.

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Imagen: Dribbble.

Busqué en toda la isla y no encontré riqueza alguna salvo los árboles de frutas. La suerte quiso que el primer barco en costear estas islas fuera británico. El plan a seguir fue muy sencillo. Cerca de la playa borramos toda huella de presencia humana para que los foráneos entraran con confianza a reconocer la isla. Como pensé, tan sólo mandaron unos pocos hombres que acabaron cayendo en una trampa con una red. Era imprescindible no matar a nadie. Liberamos a un par de ellos para que fueran por el capitán con la promesa de que se respetaría la vida del resto. El capitán de la fragata era un hombre taimado. Había que tratarlo bien y averiguar qué era lo que quería.

Mi propuesta era muy sencilla. Convertir el archipiélago en un protectorado británico donde las naves pudiesen repostar en sus expediciones a cambio de que se me reconociese mi título de rey, nombrándome Gobernador vitalicio de la isla. Sin embargo, el capitán deseaba ser proclamado el descubridor de esas islas y mi presencia entorpecía mi deseo. El problema se resolvió adoptando el nombre que los nativos me habían dado. El tratado incluía la posibilidad de intercambios comerciales y la obligación de los británicos de defendernos de otros rivales. A partir de ese día todo fue dicha en mi vida personal y en la isla.

—¿A ése qué le pasa que sonríe como idiota? –preguntó la enfermera.
—Nada, es uno de esos hikikomoris que se ha vuelto loco de tanto jugar videojuegos.


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