Al principio no lo quería. Era un gato huraño, desmañado. Pero el marido lo compró en una tienda de mascotas, muy exclusiva, por cierto, y un buen día llegó con él a casa. Ella estaba celosa del gato. Estaban solos en el mundo: su marido y ella no tenían hijos. Y ahora hasta se olvidaba de darle el beso y llegaba derechito a buscarlo con esa vocecilla cursi: “Sammy, Sammy, ¿dónde estás?” Pero el gato no lo pelaba. Todas las tardes traía algo nuevo para el felino: un peine, sales para su baño, una toalla especial, la canasta de arena “para sus necesidades”. Lo llevaba a vacunar, esterilizaba los cuencos en los que le daba leche. Y a ella se le olvidaba traerle flores.
Pero el Sammy fue ganándose un lugar en su corazón, poco a poquito. Y ella empezó a mimarlo cuando llegaba del trabajo. El Sammy rodeaba y ronroneaba en sus zapatos, no la dejaba caminar, le arañaba las medias… pero la miraba con unos preciosos ojos verdes de color mar. No podía resistir esa mirada; lo tomaba en brazos y, acariciándolo, lo mecía tiernamente.
El marido, en cambio, llegaba siempre con galletas, cereales, latas de proteína especiales para el felino. Una vez el Sammy le mordió la mano cuando servía su alimento. “Qué te pasa, Sammy” ¿Por qué le muerdes la mano a quien te da de comer? Resentía el amor que el felino mostraba a su esposa. Sentía celos de que la esperara cuando llegaba del trabajo, siempre meloso. Odiaba que ella platicara como un bebé, que lo meciera, que lo acariciara. ¿Por qué la prefería a ella si jamás le daba de comer?
Él había olvidado que no sólo de pan viven los gatos, que necesitan también caricias. Investigaciones aseguran que los animales domésticos acariciados por sus dueños, establecen un vínculo estrecho con ellos y observan una devolución y fidelidad conmovedora. Si una mascota es capaz de sentir esa necesidad de caricias, ¿qué sentirá un bebe prematuro solo, en la incubadora?
En una conferencia médica sobre la importancia del tacto en el desarrollo del infante, en la que participaron neurofisiólogos, pediatras, antropólogos, sociólogos y psicólogos de todo el mundo, se llegó a la conclusión de que el tacto afecta a todo el organismo, a la cultura y a los individuos con quienes ésta entra en contacto.
“Es más fuerte que el contacto verbal y emocional, y afecta todo lo que hacemos. Ningún otro sentido tiene el poder del tacto; aunque tendemos a ignorar su importancia en el desarrollo humano, no sólo es básico y fundamental para la supervivencia de nuestra especie, sino que es la llave de la misma”.
El tacto es el más esencial de nuestros sentidos. Al nacer, es el primero que cobra vida y, generalmente, es el último en extinguirse. Mucho después que nuestros ojos nos abandonan, nuestras manos permanecen fieles. Uno de los recuerdos indelebles del subconsciente es la experiencia del bienestar y seguridad del infante en brazos de su madre. Otro, el gozo del pequeño retozando en el suelo sobre el torso de su padre.
Los estudios sobre el desarrollo emocional de los infantes muestran la importancia de que estos sean acariciados desde su nacimiento, y han producido un cambio definitivo en el cuidado de los niños prematuros. Lo mejor de la tecnología médica se une al color humano: entre sondas y aparatos, una mano cálida y afectuosa se abre paso para acariciar al recién nacido.
La ciencia ha reconocido la parte espiritual en la atención médica: la tremenda importancia del afecto y la abrumadora evidencia de sus beneficios. Hoy junto a cada incubadora, en los centros médicos avanzados, una persona adulta –sin importar edad o sexo-efectúa la terapia de caricia, tres veces al día, por quince minutos. Para muchos bebés una caricia marca la diferencia entre vivir y morir.