La usanza oral, y en sí mismo el lenguaje dentro de las sociedades, tienen mucho más relevancia de lo que la historiografía de la democracia pudiese reconocer. Desde la época homérica, la tradición de los cánticos en las plazas públicas era de suma importancia para la preservación mitológica de la cosmovisión de la antigüedad griega. A través del discurso poético y lírico, los ciudadanos participaban de la vida religiosa y política de la ciudad.
A su vez, la tradición filosófica de occidente, específicamente en la época presocrática, tuvo su esplendor gracias a la oralidad que se gestaba entre los llamados sofistas. Estos personajes eran el arquetipo de la sabiduría de la cultura griega; sin embargo, con la esquematización de la filosofía consecuencia de la muerte de Sócrates, los sofistas fueron reducidos a un sequito de charlatanes que se ufanaban de manejar a la perfección la técnica de la oratoria.
Tal parece que la tradición sofista sigue permeando dentro de las sociedades contemporáneas. En el caso muy particular de nuestro país, podremos encontrar a esta especie parasitaria en personajes de la cotidianidad como los merolicos, los mercaderes o un porcentaje altísimo de los políticos activos.
Escucho, y presiento al escuchar a la casi absoluta mayoría de nuestros políticos, cuál actores sofistas de vanguardia, que hacen de la oratoria su arma más eficaz. A través del discurso bien estructurado, mejor dicho a través del recital de la diplomacia, tejen una red dialéctica que termina por enredar al ciudadano en una especie de urdimbre social que funciona de inicio a fin con discursos tautológicos, es decir, palabras que parecen ser verdad pero que no se adecuan a la realidad.
Como sucedió hace dos mil quinientos años, los sofistas no son capaces de mantener un dialogo ecuánime y objetivo que pretenda deconstruir el discurso. Con dicha técnica, Sócrates ridiculizó a sus adversarios. En el escenario político actual, los precandidatos a la presidencia de nuestro país, solicitan a pasos agigantados la oportunidad de lucir sus técnicas lingüísticas prefabricadas. Los debates no son más que sofismos vulgares.
Si uno, dos o tres candidatos no se aventuran en la odisea “democrática” del debate, es porque temen ser evidenciados. Tal o cual político se jacta de ser testigo de la verdad, vanaglorian de su sabiduría, se canonizan en el discurso. ¿Conoces a alguno de ellos que esté preparado para dialogar con la realidad y no con la conveniencia de mantener a su escucha en la oratoria de la nada o de la ofensa destructora de su contrincante?
¿Acaso no se asemeja al director general de una empresa sobre un cuadrilátero de box mientras la empresa sucumbe? Y de ganar, la empresa se desploma. ¿Entre beisbolistas y actores charros la corporación escoge a su dirigente? Toda enunciación se vuelve banal.
¿Quién de nuestros candidatos tiene estatura de ejemplo mundial, de estadista progresista, y se enfrenta a hablar y a retar su posición ante las diversas realidades?
Samuel Podolsky
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