¿Qué es el odio?

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Hablar de odio es hablar de un tema difícil porque el odio está hecho de una materia amorfa, misteriosa, desordenada. Para definirlo, Elie Wiesel, Premio Nobel de la Paz, presidió en una ocasión una conferencia internacional sobre la Anatomía del Odio que reunió en Oslo, durante tres días, a un selecto grupo de profesores, rectores y escritores –muchos ganadores de premios Nobel‒.

Los participantes de la conferencia se dividieron en dos grandes grupos: Los subjetivistas ‒poetas y moralistas‒, buscaban las semillas del odio dentro del corazón del hombre, mientras los Objetivistas ‒ecónomos, historiadores, abogados‒, contrariamente, citaron como principal causa del odio las condiciones de la vida humana. Éstos afirmaban que las circunstancias, duras y visibles, definen nuestra realidad y, aunque los conceptos morales son muy bonitos, requieren ser plasmados en leyes, y que los gobernantes sean los primeros en acatarlas. Aseguraban que de la extrema pobreza nace el conflicto.

La meta de la conferencia era ambiciosa: desentrañar la obscura fuerza del odio en la especie humana, con el objeto de neutralizarlo. Había qué definirlo. No faltó quién dijera que el odio tiene mucho en común con el amor, en el sentido de que trasciende a la persona para instalarse en otra y, para alimentarse, crea una dependencia enfermiza de la persona a quien odia. El odiador se consume, y llega al extremo de ceder hasta su propia identidad en el proceso de odiar.  Alguien describió a la persona que odia: tiene cara seria, agria, se ofende con demasiada facilidad, usa palabras ásperas y malsonantes, maldice, grita, y es incapaz de tomar distancia para darse cuenta de sus propias tonterías.

La segunda parte de la conferencia versó sobre “Cómo resolver el conflicto a través del diálogo y la democracia”, pero ni el uno ni la otra fueron considerados como solución definitiva al problema del odio: Adolfo Hitler y la Alemania nazi nacieron precisamente a consecuencia de elecciones libres y democráticas, y el odio que engendraron perdura aún en el corazón de los neonazis.

Después de mucho deliberar, los grandes llegaron a la conclusión de que, para que las democracias no se corrompan con la fuerza destructiva del odio entre las facciones, es necesario obtener un antídoto. Declararon que el antídoto para el odio se obtiene al reunir cinco elementos: educación, ley, justicia, responsabilidad y amor.

Con definición o sin ella, el odio está muy presente en las relaciones internacionales: ojo por ojo, misil por misil. El virus del odio enferma al planeta.

En México, a pesar de las serias deficiencias en los cinco elementos que constituyen el antídoto del odio, éste todavía no se instala en la gente castigada por las circunstancias duras y visibles. Hay muchos mexicanos con hambre, sí. Pero todavía queda una brizna de esperanza en la gente de la ciudad y del campo. No hay odio en los ojos de los niños que cada día se alimentan de limosnas al lavar los cristales de los coches. No se percibe aún el odio en la gente que regresa fatigada de fábricas y maquiladoras, aunque saben que el salario no es suficiente para mantener a la familia. Tampoco en los desempleados. Ni en los deportados. Tal vez cuando fueron perseguidos por las patrullas fronterizas, el corazón les dio un vuelco al sentir una mirada helada, vacía de todo calor humano. Pero sus caras no reflejaban odio, sino una enorme pesadumbre del alma.

Sin embargo, los conferencistas aseguraron que de la extrema pobreza nace el conflicto.

El pueblo aún espera un cambio.

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