Los datos duros del contexto económico internacional para ver las perspectivas de crecimiento global –mismo del que se anticipa una recesión general–, dan cuenta inequívoca de que se viene desacelerando el crecimiento de las 15 economías más grandes: Alemania, Canadá, Estados Unidos, Francia, Japón y el Reino Unido no logran, desde hace décadas, bajarse de la resbaladilla.
Si en la década entre 1960 y 1969 esas economías tuvieron un crecimiento anual promedio de 5.1 por ciento, se conformaron con un 3.8 por ciento entre 1970 y 1979, después con un 2.7 por ciento en la década siguiente; 2.3 por ciento de 1990 a 1999, apenas un 1.4 por ciento del 2000 al 2009 y finalmente un 1.2 por ciento en esta segunda década del siglo XXI (Miguel y Tomás Peñaloza, Nexos, noviembre 2019).
No hay un sólo efecto favorable de esta desaceleración mundial, ni siquiera ha disminuido la emisión de gases de efecto invernadero a la atmósfera; en cambio, las repercusiones sociales, económicas y políticas tienen al mundo agitado, desconcertado, crispado, desconfiado. El neoliberalismo barrió con cualquier certeza, tanto colectiva como familiar.
Las protestas que hemos visto, lo mismo en Bolivia que en Chile, Colombia o en Francia, aunque tienen consignas diferentes, comparten hartazgo y urgencia social por recuperar certezas de que se puede volver a una mejor calidad de vida con una buena educación y formación intelectual, trabajando con esfuerzo y honradez.
Con el argumento de mejorar la competitividad, desde Alemania y Estados Unidos hasta Francia e Italia, bajaron los salarios y se hicieron recortes a programas sociales; la promesa fue que un mayor crecimiento económico derramaría beneficios a todos.
En la lógica de una economía de mercado, es obvio que la contención salarial y empobrecimiento de programas sociales reduciría los niveles de vida, que traducido a lenguaje económico, quiere decir menor demanda de los consumidores, y por tanto, menores inversiones productivas que estarán más concentradas en grupos oligopólicos, industriales y de mercado.
Mientras eso ocurría en la industria y el comercio, el capital financiero plenamente desregulado fue ganando predominio al ofrecer mayor rentabilidad por especular que por producir. Trillones de dólares que no tienen oportunidades de inversión en la economía real productiva, circulan por los mercados financieros en búsqueda de la rentabilidad que ofrece la compra-venta especulativa de títulos de deuda o accionarios.
La democracia liberal tampoco se ha visto favorecida en estas cuatro décadas de neoliberalismo. La globalización desplazó al Estado-nación y lo dejó incapacitado para corregir los desequilibrios del mercado, mientras que la solidaridad social perdió ante la apología del individualismo.
El planteamiento de los problemas debe contener la vía de su solución. El modelo neoliberal no da más, pero la restauración del Estado, la regulación de los mercados y del sentido de convivencia social sin abismos de desigualdad, inequidad e injusticias no acierta, todavía, a configurar un nuevo contrato social acorde a las transformaciones en curso y junto con la tecnológica por delante, que harán del siglo XXI algo único.