En México, la violencia e injusticia encierran un efecto causal. Como si fueran ondas, son problemas que producen otros problemas y viceversa. Por ejemplo, todos estos producen la inhibición o coartación del ejercicio de derechos concretos por personas concretas. Es el caso de la libertad de expresión. Hace semanas, el Colectivo para el Análisis de la Seguridad con Democracia (Casede) publicó el Informe 2019 sobre la libertad de expresión en México. El informe es insistente a la hora de plantear una pregunta recurrente en el México contemporáneo: ¿cuáles son, en la actualidad, las condiciones para ejercer la libertad de expresión en el país? Ésta no es una pregunta nueva en la historia reciente mexicana. Sin embargo, a pesar de la recurrencia, la pregunta sí es novedosa.
Esta paradoja se explica de manera relativamente sencilla: por un lado, persisten los obstáculos y problemas en torno al ejercicio de este derecho; por el otro, vivimos tiempos de cambio prometido e insistido por el gobierno federal –una voz que hace eco en varios rincones de la discusión pública mexicana contemporánea–. Afirma Jacinto Rodríguez, periodista e investigador que colabora en el informe con un agudo texto, que la libertad de expresión funciona como una ventana “desde donde se puede percibir el estado de salud de la democracia de un país”. Siguiendo la metáfora, desde hace años la ventana mexicana de la libertad de expresión luce un cristal manchado y, en tiempos de cambio prometido, detrás de las manchas la vista no es mucho mejor.
Actualmente, ante el cambio prometido, sigue viéndose poco claro y lo que se ve no pinta bien a través de la ventana de la libertad de expresión. Hace unos días, Sergio Aguayo informó a través de su cuenta de Twitter que se abría un nuevo capítulo de la demanda que enfrenta, desde hace años, a raíz de publicar su opinión fundamentada sobre temas de interés público. Este caso se suma a otros como los que han enfrentado la propia Carmen Aristegui o Humberto Padgett, tal y como refiere el propio informe de Casede. El propio informe documenta que, entre 2018 y 2019, aumentó el porcentaje de casos de periodistas y personas defensoras de derechos humanos que reportaron la difamación, el acoso y la intimidación como agresiones al ejercicio de su libertad de expresión. A veces son demandas, a veces son amenazas y otras más (las peores) son balas.
Estos casos no son problemas de individuos exclusivamente, sino sociales mientras pretendamos valores democráticos. Silenciar una voz supone, en una democracia, dinamitar las bases de la propia democracia. Las batallas que libran quienes padecen estas agresiones son heroicas. En México tenemos una tristemente célebre lista de héroes luchando contra el monstruo: analistas, periodistas, ambientalistas, defensores y defensoras de derechos humanos, víctimas de violencia y delincuencia, entre otros. Sin embargo, y debe subrayarse, su heroísmo está directamente relacionado con las acciones y omisiones de las autoridades que producen carencia de justicia y falta de garantías para ejercer, precisamente, el derecho a la libertad de expresión.
Aquellas sociedades que han atravesado por periodos de enorme violencia e injusticia han necesitado de esfuerzos mayúsculos para salir de la espiral y recuperarse. Sin embargo, el tiempo no hace sólo este trabajo. Se requieren trabajos de construcción de memoria, investigaciones que permitan documentar las tragedias, procesos de justicia que beneficien la reparación del daño y la atención a víctimas y un largo etcétera. Para todo eso, la libertad de expresión es un ingrediente imprescindible. Es un derecho cuyo ejercicio se traduce en la reconstrucción de sociedades en primer lugar, y en la garantía de la no repetición en segundo. De ese tamaño es la importancia de este derecho. En tiempos de cambio prometido, ¿qué cambiará en materia de libertad de expresión?