Sé flexible como un junco, no tieso como un ciprés.
Talmud (Texto principal del judaísmo).
Seguimos siendo presa entre realidades y supuestos. La realidad es que con el virus del COVID-19, el mundo va a pasar por situaciones nunca antes vistas. Lo que veo es que requerimos, sí, de cuidados físicos, pero más aún, el trabajo en la evolución de nuestro yo en tolerancia y paciencia.
Soy de los convencidos que tanto cualitativa como cuantitativamente, si nos apegamos a la historia, el mundo ha estado en situaciones peores. Hoy contamos con mayor tecnología, mayor movilidad, mayor información; y, por supuesto, el mundo tiene mayor cantidad de gente que cuando las siete plagas en Egipto, o la Peste Negra en Europa, por allá de 1347.
Son 673 años desde entonces en los que ha sucedido de todo. El “descubrimiento de América”, las guerras mundiales, los grandes inventos, el acortamiento de las distancias con los medios de transportes, la incursión del espacio, y por supuesto las herramientas de comunicación e información, por decir algunos factores.
De manera que, aunque el mundo está siendo presa, una vez más, de las necesidades que tiene el propio mundo de oxigenarse, también es cierto que estamos ante la posibilidad de salir menos traumados que cuando otras pandemias en tiempos antiguos, en esa realidad objetiva de enfermedades y de miedo.
Pero no quisiera con toda intención hablar de ello. Mi invitación es revisarnos desde adentro en un “detengámonos un instante”, para examinar la trayectoria que traemos, cuyo equivalente es el negativismo proliferado asfixiante. Es como estar nadando un tramo muy largo que, agotados sin oxígeno, buscamos la forma de respirar ante la falta de aire. Así me suena este tiempo cargado de pesadez.
En tanto ello, un factor con el que tendemos a estrellarnos es con la intolerancia. Mientras más intolerantes, más posibilidades de disgusto existen con quienes nos rodean. No hay otra forma de medir el nivel de tolerancia y paciencia sino hay un motivo. Así llegado el momento en que asoma una circunstancia de molestia, si la superamos, es porque fuimos tolerantes.
Muchas cosas nos hacen ruido, justo lo que dicen y hacen los demás. No nos agrada y por lo tanto nos molesta porque en el fondo nos creemos mejores, incluso una supuesta perfección que no es otra cosa que soberbia, incluso envidia.
Si fuéramos capaces de aceptar a aquellos en sus defectos seguramente seríamos mejor nosotros, pero siendo todo lo contrario, al no ver su bondad ni el bien que pueden hacer, nos hace a nosotros peor que ellos. Porque nos vuelve intolerantes.
En una ocasión, leyendo la Oración de la Rana de Anthony de Mello, cuenta que “una mujer al borde de un colapso cardiaco dijo a Dios gritando: ‘¡Señor dame paciencia, ya no tolero a mi esposo, sólo ve las cosas que hago mal!’. Y él le respondió: ‘Entonces, ¿cuándo vas a tener paciencia si no lo toleras?’”.
Ante el flagelo mundial, estamos siendo abrazados por una particularidad. Es la existencia uno de los granos de arena en la inmensa playa de la vida. Pero estamos anclados en ese grano que vemos como una gigantesca piedra que nos aplasta y destruye.
Sin embargo, paradójicamente, muchos granos de arena (muchos), amalgamados debidamente –con cemento y agua, por ejemplo– sirven para edificar; que es lo mismo que construir. Pero vivimos un latente destruir en vez de construir. La intolerancia destruye.
Yo soy de los que me siento muy mal cuando exploto. Y vaya que exploto. No es regular, pero sí sucede. Parezco el Popo en su mejor momento de expulsión de piedras volcánicas incandescentes con toda y lava. Si no así tal cual, casi. ¡Qué mal se siente uno cuando no puede evitar tranquilizar los impulsos!
El caso es que todos sabemos que estamos en una recomposición de las relaciones familiares, producto de que –entre otras razones– la mayoría de la gente estaba más afuera de la casa que adentro; que más compartía con los compañeros de trabajo, de escuela, amigos, que con las familias. Ahora estamos en una especie de reculturización de las relaciones familiares. Es decir, de aceptarnos como somos.
Porque resulta que, por el trabajo y la pérdida de valores como el compartir, el respeto, la solidaridad, entre otros, ya casi no hay comunicación. Dije comunicación, no información. Y es que estamos muy informados y desinformados al mismo tiempo –por el uso de la tecnología y los medios digitales–, la verdad es que hay poca comunicación sustantiva. Un mal de nuestros tiempos, es el virus de los virus.
Según yo, la comunicación plena sólo se da cara a cara. Sin embargo, si no se comparte lo suficiente, ¿cómo puede haber comunicación? Y si no hay ésta tampoco hay tolerancia ni paciencia.
Parece que no, pero de no manejar bien este reencuentro familiar se puede convertir en desencuentro. Es el peligro en el que hoy muchas familias están expuestas. Los memes no están lejos de la realidad. Observo que en broma y en serio se están diciendo cosas que obligan a pensar en ese otro virus.
Decimos que es la oportunidad de la recomposición, no obstante, estamos sensibles. Ya muchos estaban hechos a la cultura de la convivencia a distancia. El estar juntos por la cuarentena, que al principio lo disfrutaban, ya muchos tienen comezón en los pies y se sienten presos.
Ahora que estamos juntos con nuestros seres amados, hagamos espacio en nuestro espacio; demos tiempo, verdadero tiempo al encuentro, y saquemos mejor provecho de la pandemia porque, detrás de cada limpia, queda todo cepillado para un nuevo impulso de vida.
Mientras tanto… ¡Cuidado con el virus de la intolerancia y de la impaciencia!
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