De la mano de un cambio tecnológico vertiginoso, en apenas dos décadas, el siglo XXI ha transformado la manera en que nos relacionamos unos con otros, y las expectativas de futuro.
Vivimos en y a través de un mundo abierto e interconectado, regido por una globalización; realidad palpable e irreversible, seña de identidad básica del siglo XXI.
En el tránsito de un siglo a otro, de una época a otra, habrá quien siempre asuma la aldea, y la visión aldeana de la realidad, como un refugio.
Como todo parteaguas, la Primera Guerra Mundial ha de ser vista como un acontecimiento entremundos.
Es decir, que en sí mismo significa como la frontera entre un tiempo y otro. Última guerra del siglo XIX, y primera del siglo que ella misma inauguraba.
El desarrollo de la máquina de vapor, el telégrafo, el foco, el automóvil, la pasteurización, la expansión de los ferrocarriles, la sustitución del fiero por el acero, el desarrollo de los explosivos, entre muchos otros avances, marcarán el preámbulo del siglo XX.
Llamada también la primera globalización, la 2ª Revolución Industrial tiene su apogeo justamente entre 1860 y 1914, los años que preceden a la guerra.
Hace tan sólo unos días, el mundo, una parte de él, cuando menos, celebró el año 101 del cese al fuego en la primera gran guerra.
El conflicto, desarrollado entre 1914 a 1919, y que pudiera haber cobrado la vida de hasta 30 millones de seres humanos, significa en sí, a la par de su sangriento saldo, por haber sido el primer escenario en donde a gran escala la tecnología prueba su condición no neutral.
De modo premeditado o no, determinar eso no es lo central ahora, el hecho concreto es que la Primera Guerra Mundial se torna en un gigantesco y macabro laboratorio y espacio de prueba para parte del desarrollo tecnológico de la época.
El uso de la tecnología para fines de la humanidad es tan remoto, o más que la propia aparición de la idea, y la posterior concreción, del monumental Caballo de Troya.
Lo singular, sin embargo, en el caso de la Primera Guerra Mundial son dos cosas. La escala, que es tan grande como nunca lo había sido, por un lado. Y, por el otro, el hondo abismo en el que derivó el vasto optimismo con que los avances tecnológicos registrados entre 1860 y 1913 invistieron la visión de futuro.
La tecnología, se ha dicho una y otra vez, a la sombra de una definición que corresponde a Manuel Castells, no es buena ni mala; pero tampoco neutral.
Hace un año, el 11 de noviembre de 2018, en París, 50 líderes mundiales se reunieron para dar testimonio de la trascendencia del armisticio de Compiègne.
En ese tiempo, el año que transcurrió entre el centenario del Armisticio y la más reciente celebración ocurrida días atrás, más de 400 millones de personas más se conectaron a Internet.
De acuerdo con lo que se conoce como The Global State of Digital, en 2018 había un poco más de cuatro mil millones de personas conectadas, este número registró un crecimiento superior al 10%.
En el lapso de un año, entre octubre de 2018 y octubre de 2019, el número de usuarios únicos de líneas móviles telefónicas creció en más de 120 millones.
Mientras la población total del planeta creció en apenas 1%, resulta más que notable el incremento superior al 15% que tuvo el uso de redes sociales, a través de celulares, al sumar a casi 480 millones de personas a este tipo de interacción.
Este crecimiento, sin embargo, presenta la misma problemática que muchos otros tipos de bienes y servicios a nivel planetario: la asimetría, la inequidad.
La calidad y costo del servicio sigue colocando a una buena parte del planeta como mero espectador de la Era digital.
Baste sólo mencionar que en África meridional (Burindi, Gabón, Kenia, entre otros) la cobertura alcanza cuando mucho a un 12% de la población.
Por su parte, en África del Este (Somalia, Yibuti, Uganda, entre otras naciones) la penetración a duras penas llega al 32%.
La paradoja es clara. Ahí donde más se necesitan las telecomunicaciones y el acceso a los bienes y servicios asociados a la Era digital, es donde se encuentran más escasos, de peor calidad y mayor precio.
Sólo puede haber algo peor que quedar anclado en el atraso; el aislamiento. Entrelazadas, ambas condiciones son, sin duda, el anuncio de que el rezago se perpetuará.
En su momento, el Armisticio dio lugar a la idea de que podría sobrevenir un tiempo de paz y progreso.
Entre los Tratados de Versalles y la furia del nazismo, el mundo volvió a la guerra 20 años después.
Las posibilidades del mundo actual residen hoy en el mundo entero. En la capacidad de éste para verse así mismo de ese modo: abierto e interconectado.
El aislamiento es ya de por sí una condena como para que haya quien, desde una visión provinciana, suponga que a estas alturas es una posibilidad para alguna nación.
De tal pretensión, el costo será altísimo; ya se verá.