Benita era una indígena mazahua. Se había casado con un hombre de un pueblo cercano al suyo, en el Estado de México. Ahí, la gente era blanca, eso contaba Benita. Cuando salía al mercado, le gritaban: “¡India! Ven, cárgame el garrafón de agua”. O “¡India! No andes de huevona, barre mi calle”. Y Benita cargaba el garrafón, barría calles ajenas, iba al mercado y regresaba a las golpizas en su casa. Un día, su esposo le consiguió trabajo en una casa en la Ciudad de México. Él era albañil y parecía buena persona. Amable y simpático, a primera a vista. Un maldito por dentro.
Benita llegaba al trabajo los lunes con los ojos desorbitados de miedo. Para tomar el pesero que la llevaría a la central de autobuses, antes era necesario caminar más de una hora por un bosque en donde violaban a las mujeres. Ya habían matado a varias. Ella no se atrevía a denunciar, porque era india, pero las mujeres de los pueblos vecinos se habían cansado de hacer plantones en los palacios municipales de la cabecera y de Toluca. Algunos hombres las acompañaban, no muchos. Finalmente, optaron por atravesar el bosque en grupos, así se protegerían entre ellas. Benita lo caminaba sola todos los lunes de madrugada. Era india, las mujeres blancas no se juntaban con ella.
Un día, llegó al trabajo con su hija adolescente. Era una muchacha delgada, de ojos rasgados. Al principio, se quedaba en su cuarto y sólo bajaba a comer, después, se adaptó a su nueva vida. Por las tardes, ella y su madre bordaban. Y mientras creaban flores llenas de colores, platicaban en su idioma. La risa de la muchacha era alegre y espontánea. La de Benita, más baja.
Pasó mucho tiempo antes de que hablaran de los asesinatos y de las violaciones en el camino al pueblo. Entonces Benita también explicó la razón por la cual su hija llegaba con ella a trabajar. En su casa, había una amenaza aún peor que atravesar el bosque. Su marido. Ese hombre simpático y amable a su conveniencia, cuando estaba borracho, seguía a su hija para violarla. Era suya, tenía derecho. Así justificaba lo injustificable, la monstruosidad.
Me gustaría acabar esta historia con un final feliz. Me encantaría cerrar con la escena de Benita y de su hija, Marisela, despreocupadas y contentas, riéndose como lo hacían mientras bordaban. Cómo quisiera verlas libres de ir y venir sin miedo, de regresar a casa sabiendo que detrás de la puerta cerrada no corrían peligro alguno. Sin embargo, el final es distinto. Un lunes, no llegaron al trabajo. Sus pertenencias siguen esperándolas: una bolsa con ropa, dos servilletas con flores que nadie se atreve a acabar por ellas. Hacerlo sería darlas por muertas.
Cada una de las mujeres en la marcha del 8 de marzo tiene una historia de machismo que contar. “Nos están matando”, se leía en una manta. “Nos están matando”. Duele decirlo y es importante repetirlo. Tomar conciencia porque es un hecho. Un país que mata a sus mujeres nunca será un buen lugar. Cada paso en la lucha, cada grito, cada forma de expresión y de rechazo es necesario para cambiar la situación. Como Benita, miles de mujeres tuvieron miedo de salir ese día. Sin embargo, su voz también se escuchó. La marcha y el paro del 9 son el inicio de un movimiento que debe incluir a todas las mujeres, independientemente de culturas y creencias. Algunos grupos han querido desprestigiarlo con argumentos absurdos, como que detrás de todo está un movimiento mundial en favor del aborto. No nos equivoquemos. La finalidad es muy clara. No más violencia hacia las mujeres. Ni una más. No más sufrimiento silencioso.
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Una historia y muy cierta y muy común. Todas conocemos alguna mujer así y hemos sentido miedo por nosotras, nuestras hijas hermanas y amigas en esta sociedad donde la inseguridad y la violencia es cosa de todos los días sobre todo para las mujeres de todas las edades y clases sociales.
Sí, es terrible que sea una historia común. No debería de ser real y, sin embargo, situaciones así suceden todos los días.
Excelente manera de mostrar la opresión de las mujeres!