La palabra encrucijada hace referencia a una situación compleja en la que un caminante se topa con el cruce de dos caminos, una bifurcación que lo deja perplejo, sin saber qué hacer, pasmado ante la duda que le producen las posibilidades que se presentan ante él.
Ése es exactamente el sentimiento que produce en muchas personas las oscilaciones que está dando en el mundo actual la democracia. Para algunos que se dicen “liberales” parece que no hay más democracia sino aquella que defiende y protege al individuo-ciudadano, en su más radical aislamiento, es decir, a ese individuo encerrado en un capelo de vidrio aislado del ruido de la muchedumbre, aislado del riesgo de la convivencia desorganizada y del peligro de la falsa solidaridad social.
Política liberal o liberalismo político
Para ese tipo de individuos no existe más democracia que la de los partidos políticos en los que se representan los intereses “legítimos” del votante individual a través de unas elecciones formales en las que todos y cada uno de los individuos acude a las urnas a delegar el poder, que originariamente les corresponde como integrantes “del pueblo”; delegación que se hace en favor de ciertos representantes populares de los que después se desentiende, una vez que han ocupado su lugar o curul en las cámaras de representación popular o en altos cargos ejecutivos.
Para quienes así piensan y entienden la democracia, el voto que emiten, como individuos libres, el día de las elecciones es como un contrato de adhesión. Una vez que el candidato triunfa, el contrato le obliga a éste cumplir la función de “representar”. Ése es su trabajo, su responsabilidad, su función. Incluso, suelen referirse a esa idea de la democracia con expresiones comunes como “nosotros les pagamos su sueldo”, “para eso los elegimos”, “que cumplan su trabajo”. De manera práctica señalan: “la política no es mi asunto ni mi problema”, es una responsabilidad del “empleado” o servidor público al que contraté el día de la elección, por eso voté formalmente por él, y al que le pago con mis impuestos, es decir, le pago el sueldo como representante electo por la vía democrática.
Para quienes así entienden la democracia, no hay cosa más molesta que “el empleado” los importune constante o periódicamente con preguntas sobre el uso de los materiales o herramientas de trabajo, sobre cómo realizar su labor o las cantidades que ha de emplear en la realización de un servicio encomendado. Les molesta que les molesten. “Para eso los contrataron”, para que ellos como representantes-gobernantes se ocupen de todo, incluso de asumir y de tomar decisiones sobre problemas que se presenten en el camino. Para los defensores de esta posición política no hay nada más molesto que una “consulta”, pues, ¿qué acaso no los contratamos o elegimos para que hicieran su trabajo? ¿No fue suficiente con ir a votar el día de la elección formal como para que ahora pretendan los líderes o gobernantes (esos empleados) que volvamos a acudir a las urnas o responder a boletas con preguntas?
Política social o socialismo político
Sin embargo, hay otra forma de entender la democracia, que no corresponde a la defensa del ideal liberal ni del individualismo que se esconde tras de él. Y esa otra opción es la visión de “izquierda”, en la cual ‒mutatis mutandis‒ la democracia no se resuelve en un contrato político-laboral. No se elige a los representantes para que se ocupen de lo político “de una vez y para siempre” sin que nos interrumpan ni pretendan que “participemos” en los procesos decisorios. Todo lo contrario, para quienes piensan de acuerdo con las coordenadas políticas de izquierda, el “votante o elector” no es el principal actor de la democracia. Elegir o salir a votar el día de la elección formal es algo relativamente importante pero no el eje de la democracia. Ésta no se agota en “la elección”, sino que se mantiene viva constante y periódicamente a través de “un diálogo permanente” con el gobernante electo, con el líder mismo. Es decir, un diálogo entre los votantes-ciudadanos y el representante-gobernante. Pero ¿cuál es el contenido, alcances y efectos de ese diálogo?
En otras palabras, podríamos decir que para el defensor de la democracia liberal su rol político se concreta en las elecciones: en ellas empieza y en ellas termina cada periodo electoral. Por el contrario, para el defensor de la democracia de izquierda o, como suele llamársele de manera genérica, “populista”, el triunfo electoral es el inicio, pero no la terminación de su rol político. Haberlo elegido sólo es el inicio de “su gobierno”, es decir, el que él encarna y del que su voto no es más que un primer testimonio.
A diferencia del “demócrata liberal”, para quien una consulta popular es una molestia innecesaria y generalmente inútil y populista, el “demócrata de izquierda” piensa que es el modo normal de vivir la democracia, por tanto, espera, desea, anhela y aplaude las consultas y las opiniones “del pueblo”. Es parte del trabajo que le corresponde y que considera le fue encomendado como líder triunfador.
Dualidad de posiciones políticas
Esta dualidad de visiones y de quehacer político me recuerda aquellas palabras que recientemente leí en la editorial de un diario español, escritas por la mano siempre ágil y aguda del crítico Daniel Innerarity quien, a propósito de las teorías actuales sobre los peligros que amenazan a la democracia, señala que “se dividen entre quienes la ven desafiada por el hecho de que la gente no tiene el poder que debería tener, y quienes piensan que tiene demasiado poder, por exceso o por defecto, podríamos decir, por la incompetencia de las élites o por la irracionalidad de los electores. Si damos por buena esta tipología apresurada, entenderemos que aquello que lamentamos es, en el primer caso, la tecnocracia y, en el segundo, el populismo, mientras que las soluciones pasarían por limitar el poder del demos o por incrementarlo”.
En realidad, la encrucijada que plantea Innerarity es parecida a la que se plantean hoy muchos mexicanos: ¿cuánta participación? ¿por qué tanta consulta?, ¿quiénes integran en realidad el pueblo consultado? Situaciones que pueden traducirse para algunos lectores en la pregunta que interfiere en su comodidad habitual: y ¿yo por qué?
Hoy el debate se centra entre quienes lamentan que la democracia sea excesivamente directa, respecto de los que critican la incompetencia política de “los representantes” que han dado la espalda a la gente. Pero la confusión persiste. ¿Podrán los sentimientos personales, personalísimos, y los de una nación entera, respectivamente, someterse a consulta? La democracia de hoy, ¿es un medio o fin en sí misma? La calidad de los argumentos o respuestas definirá la defensa del contenido, alcances y efectos de la representación política democrática. Otro efecto de la encrucijada será comprender la forma en cómo se transforma la realidad, ya sea mediante “instituciones” o “líderes carismáticos”. Cualquier futuro prometedor no puede alterar el pasado; y el futuro se reinventa desde el presente.
Muchos analistas señalan que la democracia directa es una estrategia muy riesgosa en contextos de profunda polarización social, pues convocar a las masas a la acción directa conlleva graves riesgos para la paz y la estabilidad social y política; por una parte, que esa movilización empoderada se salga de control de los líderes que se manejan de manera directa e, incluso, del líder central. La democracia está en pleno replanteamiento, algunos dirían renovación, pero más que evaluar sus bondades, hay quienes están cuestionando su utilidad y funcionamiento ante los resultados. Es aquí donde el miedo rige en situaciones de incertidumbre y provoca que el pueblo, o, mejor dicho, las masas, cambien su lógica que las impulsa a manifestarse u opinar constantemente de todo y para todo. Mientras tanto, las instituciones y su quebrantamiento sistemático deben consolarse como puedan.
Fines de la democracia
Con independencia de lo que entendamos por política, lo cierto es que ya inició en México una etapa diferente, un modo distinto de hacer política, en la que hemos de ser interpelados constantemente por la gente, por los gobernantes, por los partidos. La pregunta no es yo por qué, pues, como en toda encrucijada, el verdadero reto es tomar un camino, una decisión; es decir, abandonar el estado de perplejidad y optar por entrar al cambio, aportando eficazmente y defendiendo la versión que consideramos más acertada de la democracia. En última instancia, los fines no pueden superar a los medios. Luego entonces, ¿cuáles son en realidad los fines de la democracia?