El pasado nueve de octubre se dio a conocer a la ganadora del Premio Nobel de Literatura, 2020, la poeta norteamericana Louise Glück, poco conocida ella, siendo la dieciseisava mujer que gana el controvertido premio desde principios del siglo XX, por su, según la academia vikinga, “inconfundible voz poética que a través de una belleza austera hace universal la vida individual”. Ok, si usté dice, don Erik el Colorao.
Así es de caprichoso el Nobel de Literatura, un premio, la verdad sea dicha, bastante enfadosillo y polémico, desde que salió en 1901 y se dio al poeta francés René Sully-Prudhomme, en vez del tan esperado y aplaudido titán de las letras, León Tolstoi. En esa ocasión se armó la tremolina, pero, como hasta ahora, al Nobel le importó un soberano pepino.
Parece ser que mientras se firme el chequezuelo (hoy de $1,116,000.00 dólares), la pelotera literaria mundial no dejará de ser papa caliente y no ha habido año que no termine el dictamen en sombrerazos. Por ejemplo, en 1998, cuando se otorgó el premio al portugués José Saramago, muchos escritores, intelectuales, inclusive gobiernos (Vaticano), además de big shots del mundo editorial, pusieron el grito en el cielo, pues las preferencias corrían hacia el más importante escritor en idioma flamenco, Hugo Claus, a quien tres años antes por equivocación se le dijo oficialmente que había ganado el Nobel. Eso sí, mientras para el mundo de la literatura todo dictamen parece sacado de un dudoso bombín, el Comité sueco se debilita cada vez más entre miembros oxidados, corruptelas y escándalos sexuales, pero sobre todo por su tozuda cerradés y ambiente burocrático que siempre los ha caracterizado.
En cuestión de letras, la institución fundada por Alfred Nobel (un solterón empedernido sin saber qué hacer con la fortuna de su invento, la dinamita) busca, según ellos, la protección de la excelencia literaria bajo el lema Snile oh Smak (“Talento y gusto”). Sin embargo, el elemento sorpresa parece ser la táctica por seguir de esta organización, cuyos miembros —seis de los dieciocho que forman la Academia Sueca— se reúnen en Estocolmo con una larga lista de candidatos, de la que escogen cinco o seis para ser propuestos a los demás. Una vez que cada uno tiene a su elegido, depositan el secretísimo voto en una antigua copa de plata. Los parámetros de elección y depuración de candidatos siguen siendo un misterio y todo parece quedar a merced de la frialdad nórdica de sus anónimos y vitalicios participantes, muchos de ellos octogenarios, personas sumamente ocupadas como para andar leyendo poesía o novela de países bananeros o políticamente incorrectos.
Algunos años la Academia ha preferido jugar a lo seguro aventando el dardo al mapamundi grandote que tienen colgado en la pared de la oficina, a ver a dónde cae. Por ejemplo, en 1973 competían señorones escritores de la talla de Vladimir Navokov, André Malraux y Graham Green, pero los organizadores se decidieron por un tal Patrick White, un australiano que sólo un par de koalas lo conocían. Graduado de la Fuerza Aérea inglesa, White, gran amante de los perros y coleccionista de arte aborigen, fue más famoso porque nadie le sacaba una sola palabra.
En 1959 también se armó la bulla, cuando el siciliano Salvatore Quasimodo, quien hasta entonces no aparecía siquiera en un diccionario biográfico de literatura italiana, escandalizó a la Academia al recibir el premio en compañía no de su famosa esposa, la guapa actriz y bailarina María Cumani, sino de su exótica amante, olanes rumberos y plato de frutas en la cabeza incluidos. Bueno, en 1949, William Faulkner también dejó huella al subir a recibir la medalla con el corbatín de rehilete y más ensopado que un gusano de mezcal.
Asimismo, parece elegirse el ganador según la caldera política imperante en ese momento: Selma Lagerløf, recia juez de la Academia y la primera mujer en la historia en ganar el Nobel, en 1909, convenció a los miembros de que fuera otorgado el galardón a uno de los más desconocidos escritores del mundo, F.E. Sillanpåå (en palabras de su biógrafo: “un paupérrimo gigantón con siete hambrientos hijos”), porque Rusia pretendía invadir Finlandia, en 1939. La misma Lagrløf había donado su medalla Nobel a los finlandeses para que fuera fundida. Y tuvieron que pasar cien años para que, en el 2000, un escritor chino ganara el premio, Gao Xingjian (aunque curiosamente Mao Tse-Tung fue nominado, en 1968).
Y pasaron noventa y tres años para que se lo dieran a una mujer, además afroamericana, la norteamericana Toni Morrison. También pasaron más de veinte años para que se reconocieran a André Gide, en 1947, simplemente porque a la Academia no le quedó otra cuando el escritor tuvo los pantalones de admitir públicamente su homosexualismo.
La misma Academia Sueca no sabía ni dónde quedaba Chile, hasta que uno de los jueces, Hjalmar Gullberg, tradujo al sueco ¡todos! los poemas de una tal Gabriela Mistral, con tal de convencerlos para que le dieran el premio en 1945. Por otro lado, el chileno Pablo Neruda, quien estaba obsesionado por el premio, jamás lo hubiera ganado, en 1971, de no ser por la entrada a la organización de su traductor en sueco, Artur Lundkvist, quien movió cielo, mar y tierra para que sus compañeros no se dejaran llevar por el rumor de que el poeta chileno comunista había tenido que ver en el asesinato de Trotsky en México (en ese entonces Neruda era cónsul de Chile en nuestro país). Es más, el mismo Lundkvist influyó a muchos de los miembros para que no se le diera el premio a Graham Green.
Y de no haber recibido una presea de manos del dictador Pinochet, Jorge Luis Borges (ocho veces nominado) lo hubiera ganado sin problema. Mientras que en 1958 el gobierno ruso obligó, so pena de muerte, a Boris Pasternak, a rechazar el galardón; los parientes del filósofo Jean-Paul Sartre, quien se dio el lujo en 1964 de rechazar la entonces jugosa cantidad de $53,000 dólares, esperaron a que se muriera para reclamar el premio, cosa que no pasó.
De los años más polémicos de la Academia fue cuando le dieron el Nobel, en 1965, al pro-soviético M. Sholokov, en plena Guerra Fría. Más tarde se descubrió que el libro por el cual obtuvo el premio, El Don Apacible (1928), había sido escrito por otro autor, un pobre diablo antibolchevique que murió de tifus en 1920. Sholokov sólo había cambiado el final y firmó la obra.
Cuando al italiano Dario Fo le dieron el Nobel, en 1997, la élite literaria criticó que sólo era un “entretenido charlatán, pero no un autor de nivel internacional”. Fo respondió con las armas de la sátira. Su discurso en la Academia Suiza se tituló “En contra de los charlatanes sinceros” y la ceremonia de entrega se convirtió en un show satírico.
En el 2018 no hubo Premio Nobel de Literatura debido a un escándalo de corrupción y abusos sexuales, cuando el “distinguido” francés Jean-Claude Arnault fue acusado y encarcelado por violación. La Academia del Nobel tenía años dando dinero a la fundación de Arnault y su esposa, Katarina Frostenson, famosa escritora y a su vez miembro de la Academia Sueca. Este trapito al sol sigue papaloteando.
Fue hasta el siguiente año, en octubre de 2019, cuando se anunció que la polaca Olga Tokarczuk era la ganadora del Premio Nobel de 2018.
Tampoco se olvidará la gresca que causó el Nobel de Literatura en el 2016 al de la vocecita de borrego recién apuñalado, Bob Dylan, a quien le importó un rábano el premio y ni siquiera se dignó presentarse a la entrega (aunque sí a recibir el chequeque):
¿Cómo se siente?
Cómo se siente estar por tu cuenta,
sin saber el camino a casa,
como un completo desconocido,
como una piedra que rueda.
(Like a Rolling Stone, Bob Dylan, 1965).
Mientras tanto ya lo decía Simone de Beauvoir (a quien su novio Sartre le decía “el Castor”, por obvias razones): “Lo más escandaloso que tiene el escándalo es que uno se acostumbra”.
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