Cada uno de nosotros tenemos una huella olfativa, un humor corporal que hace que nuestro aroma personal nos defina como un elemento de identidad biológica. Estos olores de nuestra biología, propios de nuestra naturaleza humana son, en función de nuestro estado de salud general, de nuestras normas de higiene individual y de nuestras características más o menos agradables para la percepción de los demás.
El sentido del olfato tiene un sistema de funcionamiento que a mí me parece maravilloso. A través de la mucosa de la nariz se recogen los átomos que se desprenden de las diferentes sustancias generando la experiencia sensoperceptual de oler. Esos átomos son descifrados por el cerebro y permiten que identifiquemos más de 10 mil aromas que nos ayudan, no sólo a hacer la vida más placentera sino a sobrevivir. ¿Sabías por ejemplo que al gas de uso doméstico se le agrega un aroma para que podamos percatarnos cuando hay una fuga? De lo contrario, los accidentes mortales por inhalación de gas serían muchos más de los que suceden en la actualidad. Así hay sustancias que son venenosas y que el cuerpo repele por su desagradable olor u otras sustancias cuyo aroma está diseñado para atraernos. En esta categoría entran las hormonas que el cuerpo produce de forma natural y los perfumes que artificialmente hemos creados los seres humanos.
¿Cómo fue que se nos dio esta necesidad de crear aromas para disfrazar otros? En una historia de esas que pueden comenzar con un “érase que se era” podemos iniciar un viaje en el tiempo que nos lleve hasta la antigua Mesopotamia donde, al parecer, fueron los sumerios los primeros en crear un perfume. En una excavación arqueológica en Mesopotamia que data de los 3,500 años a.C., en la tumba de la reina Schubab de Sumeria, encontraron evidencias de que esta civilización ya estaba a la elaboración del perfume y cosméticos.
A partir de los sumerios, las culturas emergentes fueron asimilando el arte de la perfumería de manera que en el antiguo Egipto se potenció dicha industria con la elaboración de aceites, ungüentos y perfumes para celebrar sus ceremonias religiosas. Dado que era una actividad sacra, los sacerdotes fueron los encargados de la preparación de las fragancias y los laboratorios estaban instalados en sus dependencias.
Desde entonces en adelante el desarrollo de la industria del perfume tuvo su evolución llegando a su máximo apogeo en la historia antigua, en los tiempos, tan famosos, del Rey Salomón. La visita de la Reina de Saba llevó hasta el reino de Salomón una gran cantidad de camellos cargados con urnas de perfumes, oro y piedras preciosas. Estos perfumes, una vez ubicados en el Nilo, encontraron campo fértil para su producción. Nuevas flores, plantas, maderas y sustancias animales fueron pretexto para la fabricación de otros aromas, de fragancias cuya belleza servía para cautivar y para distinguir a las clases superiores, como suele suceder, gracias al lujo al que la perfumería les daba acceso. Religiosos y nobles tenían el privilegio de este disfrute sensorial.
El uso ceremonial y litúrgico fue seguido por la cultura cristiana. Sus ritos incluyen, desde muy tempranas épocas, la inclusión de inciensos y aromas que se asocian a sus celebraciones. Cubrir el cuerpo de Jesucristo con ungüentos aromáticos o la ofrenda de oro, incienso y mirra de los Reyes Magos al Niño Jesús, son muestras del valor que se daba a las fragancias y a su uso en eventos verdaderamente relevantes dentro de sus expresiones de fe. Hoy en día, cuando se visita un templo católico durante alguna homilía, se puede identificar el aroma de inciensos y flores que forman parte de la representación de la ceremonia, bodas, bautizos y misas fúnebres. Todas tienen su propio repertorio floral aromático, nardos, jazmines, camelias o azucenas; todas huelen a los perfumes de esas iglesias en ceremonia.
¿Qué olores te llevan a tus ceremonias personales? ¿Cuáles son los aromas de tu infancia? ¿A qué olía tu abuela? ¿Qué perfume te recuerda a tu madre? ¿A tu padre? ¿A aquel primer amor de la juventud? Seguiremos recordando en la próxima edición. ¡Hasta entonces!
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